Escrito en diciembre de 2012
No se me ocurría mejor manera de darte las gracias por todo lo que me estás enseñando y por todo lo bueno que me haces sentir que haciendo lo que más me gusta: escribir. Así que gracias.
Su voz le susurraba a través del auricular del teléfono. Le costaba un poco de trabajo oírle, entre el ruido del restaurante y las voces de sus amigos, que hablaban, y no precisamente bajito. Pero pudo escucharle decir:
– Ve al baño. Quítate las bragas, las guardas en el bolso, te haces una foto y me la mandas, y vuelve a la mesa.
A pesar de que esa orden no era excesivamente “atrevida” para ella, pillarla por sorpresa surtió el efecto que Él deseaba. ¿Se había sonrojado? Si, notaba la cara ardiendo. Como pudo, colgó y obvió las caras de interrogación de sus amigos al preguntarle que quién era. Salió al paso como pudo y tuvo que disimular el acaloramiento doble que sentía, por la vergüenza y por el tono autoritario de su voz que tanto le excitaba, la situación… Si, el dilema mental que le suponía siempre desear cumplir sus órdenes, pero al mismo tiempo, la lucha de la mente, que pugnaba por rebelarse. Pero era imposible. Se excitó nada más escuchar su voz, y hubiera sido incapaz de desobedecer. Las consecuencias de hacerlo podrían ser… ¿cuáles podrían ser? No lo sabía, y esa duda la preocupaba y excitaba a partes iguales.
Se levantó para dirigirse al baño del restaurante. Ya en él, se bajó el tanga que llevaba puesto y se lo quitó completamente empapado. Con la falda subida, y como buenamente pudo, se hizo la foto, mandándosela por whatsapp a continuación. Recibió la contestación inmediatamente…
– ¿Por qué has tardado tanto?
Volvió a sonrojarse. Desde luego, le encantaría tenerla delante así. Internamente, se alegró de no estar de rodillas frente a él en ese momento, ahorrándose la humillación. Y le contestó
– He bajado lo antes que he podido…
– Pues has tardado mucho. La foto está bien, puedes volver. Un beso 😉
Se quedó desconcertada. ¿Qué quería decir que había tardado mucho? ¿Qué no había cumplido bien la orden? ¿Qué no era todo lo sumisa que esperaba? ¿Qué…? Con las bragas en el bolso y una ligera desazón interna, volvió a la mesa, tras lavarse las manos. ¿Qué querría decir con esa frase? Decidió no darle demasiadas vueltas, aunque no podía dejar de hacerlo. Le gustaba hacerlo todo bien, si escribía, le gustaba hacerlo perfecto, si jugaba al mus, le gustaba ganar y hacerlo con jugadas maestras, y si era sumisa, quería ser la mejor. Aunque le costara. O al menos, la mejor para Él.
El siguiente whatsappque recibió de Él le informaba que a las 20:30 estaría en su casa, y que quería que le esperara únicamente con unos zapatos de tacón y unas medias, por toda vestimenta. Los eligió a conciencia, unas medias negras de encaje y zapatos altísimos. Cuando sonó el timbre, casi sintió como se empapaba (más) de lo que ya estaba. Se dirigió a la puerta para abrir y Él pasó. Con los ojos, le hizo un rápido repaso, para comprobar si todo estaba como había dicho que tenía que estar. Ella puso las manos en la espalda –la postura más sumisa que se le ocurrió, aunque no podía dejar de tener la sensación que habría tenido frente a uno de aquellos señores que miraban a los esclavos en las subastas, salvando todas las distancias temporales y circunstanciales- bajó la mirada y esperó a que Él le diera su aprobación con la suya. Le sonrió y le cogió la cara, en un gesto de cariño, para besarla. Un beso largo y lleno de ganas. Y las palabras que acabaron de tranquilizarla…
– Qué ganas tenía de ti…
Sus manos le llenaron la piel por completo. Con la mirada, de nuevo clavada en la suya, le dio la primera orden de la noche, teniéndole frente a frente:
– De rodillas
El tono. Le alucinaba el efecto que tenía su tono de voz sobre ella, tan pausado, tan tranquilo, y que conseguía que con esa orden tan simple, que viniendo de cualquier otro hubiera terminado en una carcajada y en un desafío, con Él se le doblaban las rodillas solas. Su voluntad iba por un lado y su mente por otro. Una vocecita que decía bajito en su cabeza “¡Eh! ¿Te vas a arrodillar sólo porque este tipo te lo pida? ¿Tú eres tonta? ¿Pero qué coño estás haciendo?” Pero la otra parte de su mente había claudicado, y la vocecita sólo era un susurro. Alea jacta est
Ya de rodillas frente a Él, sólo le quedaba esperar. En este caso, se limitó a acariciarla y a observarla así, cosa que parecía complacerle mucho, por la expresión de su mirada. Parecía adivinar su lucha mental, y parecía gustarle el resultado de la misma. De una bolsa que traía cogió algo, unas pinzas que habían comprado sólo un par de días atrás. Sin dejar de mirarla a los ojos, se las puso, con cuidado, en los pezones. Ella no pudo evitar reprimir un gesto de dolor. Uff. Luego Él cogió otro objeto, una pala de cuero, comprada el mismo día de las pinzas. Estaban de estreno. Le ordenó levantarse y apoyarse sobre la mesa del comedor. Sí, esa mesa donde normalmente se come, y una no se apoya para que la azoten. Como siempre, empezó por acariciarla suavemente, primero con la mano, luego con la pala, haciéndole sentir el cuero en la piel, y alargando esos segundos eternos que preceden al primer azote. Cuando llegó lo sintió como un relámpago, que picaba, ardía, bastante más que con el gato o la fusta. Curioso, pero nunca contaba los azotes, porque se centraba en las sensaciones. Sentir el ardor, el calor en la piel, era mucho más importante para ella que contar. Daba igual que fueran 10 que 50, el resultado era el mismo: calor, no sólo en la piel, sino en todo el cuerpo. Sentir correr el flujo entre sus piernas, sin poder hacer nada por evitarlo (lo hubiera pasado mal si hubiera tenido que hacerlo). Calor interno, acaloramiento, la vocecita mental tocapelotas que decía “no puedes ponerte cachonda con esto, no está bien. No es normal”, y la consiguiente humillación. Menos mal que a estas alturas, la tenía ya muy superada. Pero era un elemento más a añadir…
Tras el calor, vino la calma. Con su mano, acarició suavemente la piel enrojecida y le preguntó si estaba bien. Le quitó con delicadeza las pinzas de los pezones, y tras el alarido de dolor que soltó, se los lamió despacio, con mucho cuidado, endureciéndose de nuevo al contacto de su lengua y su mano. Los dedos de Él fueron a su coño a comprobar su humedad, le encantaba hacerlo, y especialmente, le gustaba encontrárselo como estaba en este momento, encharcado, chorreando por los muslos.
La empujó suave, pero firmemente, boca abajo sobre la mesa, haciéndole apoyar los codos, y tirándole del pelo, le susurró al oído:
– Ahora sí puedo follarte, perrita…