Este pasaje de la novela «Las edades de Lulú», de Almudena Grandes, fue para mí el comienzo. Me sigue pareciendo una de las mejores novelas eróticas que he leído, y tuve oportunidad de decírselo a su autora mientras me firmaba un ejemplar en la feria del Libro. Y de agradecerle que la hubiera escrito.
Os dejo que disfrutéis de esta genial escena, mi favorita, entre los dos protagonistas, Pablo y Lulú:
Y por supuesto, os recomiendo su lectura:
GRANDES, Almudena. «Las edades de Lulú«. Madrid: 1989, Tusquets (La Sonrisa Vertical)
Por cierto, que en la película, aunque es buena, no está tan lograda…
—¿Has…? —no terminó la frase, se quedó callado, pensativo, como si estuviera eligiendo las palabras —¿Le has comido la polla a un tío alguna vez?
Dejé de mover la mano, levanté la cabeza y le miré a los ojos.
—No —aquella vez no mentía, y él se dio cuenta.
No dijo nada, seguía sonriendo. Alargó la mano y giró la llave de contacto. El motor se
puso en marcha. Los cristales estaban empañados. Fuera debía de estar helando, una
cortina de vapor se escapaba del capó.
Se volvió a reclinar contra el asiento, me miraba, y yo me daba cuenta de que el mundo se estaba viniendo abajo, el mundo se me estaba viniendo abajo.
—Me da asco.
—Lo comprendo —puso un pie encima del acelerador y lo apretó dos o tres veces.
Me mordí la lengua. Siempre me muerdo la lengua durante una fracción de segundo antes de tomar una decisión importante. Humillé la cabeza, cerré los ojos, abrí la boca, y decidí que, después de todo, no había nada malo en asegurarse primero.
—No me mearás, ¿verdad? —aquello le hizo mucha gracia, casi todas mis palabras, casi
todas mis acciones le hicieron mucha gracia, aquella noche.
—No, si tú no quieres.
Me puse muy seria.
—No quiero.
—Ya lo sé, imbécil, era sólo una broma.
Su sonrisa no me tranquilizó demasiado, pero ya no podía volverme atrás, de modo que volví a humillar la cabeza, y a cerrar los ojos, abrí nuevamente la boca y saqué la lengua.
Era mejor empezar con la punta de la lengua, primero, la idea de lamerla me resultaba más tolerable.
Pablo se arqueó más, se estiró como un gato y me puso una mano encima de la cabeza. La empuñé con la mano izquierda y empecé por la base, apoyé la lengua contra la piel y la mantuve quieta un momento. Después comencé a subir, muy despacio. La mayor parte de mi lengua seguía dentro de mi boca, de forma que, según ascendía, barría la superficie con la nariz, pasaba la lengua y después, el labio inferior seguía el surco de mi propia saliva. Cuando llegué al reborde, regresé abajo, a la base, para volver a subir muy despacio.
Pablo suspiraba. Los pelos me hacían cosquillas en la barbilla.
La segunda vez me atreví con la punta. Sabía dulce. Todas las pollas que he probado en mi vida sabían dulce, lo que no quiere decir exactamente que supieran bien. Estaba dura y caliente, pringosa desde luego, pero en conjunto y sorprendentemente resultaba menos repugnante de lo que había imaginado al principio, y yo me sentía progresivamente mejor, más segura, la idea de que él estaba vendido, de que me bastaría cerrar los dientes y apretarlos un instante para acabar con él, resultaba reconfortante.
Recorría su hendidura con la punta de la lengua, bajaba por lo que parecía una especie de invisible costura al grueso reborde de carne y me instalaba justo debajo de él, para seguir su contorno. Lo hacía todo muy despacio —en coyunturas como ésta nunca ha sido necesario decirme las cosas dos veces—, y estaba empezando a pensar que muy bien.
Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad, si acaso el contacto con una carne nueva, que mi lengua percibía mucho más nítidamente de lo que habían percibido jamás mis manos.
Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad y sin embargo estaba cada vez más excitada. En algún lugar de mi cabeza, lo suficientemente lejos como para no molestar, lo suficientemente cerca como para hacerse notar, palpitaban mi minoría de edad, seis años todavía para los veintiuno (la mayoría de edad estaba entonces en los veintiuno, a mí me daba igual, total no votaba nadie), el drama del pantano, cuando me desmayé dentro del agua y Pablo me salvó la vida, recuerdos de los veranos de mi infancia, él y mi hermano metiéndole mano a dos tías en el columpio del jardín mientras yo les espiaba, y las palabras de mi madre, hablando con sus amigas, Pablo es de la familia, casi como uno de mis hijos…
Marcelo, en casa, debía pensar que estábamos todavía haciendo el gilipollas con un
mechero. Yo procuraba no olvidar que estaba dentro de un coche, en plena calle, chupando la polla de un amigo de la familia y sentía oleadas de un placer intenso. Me reconocía a mí misma, deshonrada, era delicioso, recordaba las acostumbradas amonestaciones —los chicos sólo se divierten con esa clase de chicas, no se casan con ellas—, y era consciente también de la peculiar relación que se había entablado entre nosotros. Tras los besos y demostraciones estrictamente necesarios para ganarme, él observaba una pasividad casi total. Sentado, erguido y vestido, se dejaba hacer. Yo, tirada encima del asiento, medio desnuda, encogida e incómoda, aceptaba sin dificultad aquel estado de cosas.
Mi madre solía repetir que me hubiera dejado ir con él al fin del mundo, y yo estaba
empezando a verlo ya.
Cuando comenzaba a preguntarme si estaría lo suficientemente familiarizada con ella
como para metérmela en la boca, él decidió nuevamente por mí. La mano que reposaba encima de mi cabeza se dirigió bruscamente hacia abajo. Me pilló desprevenida y me tragué un buen trozo. Retiré los labios instintivamente pero su mano seguía ahí, inalterable, presionando hacia abajo. Repetimos el juego cinco o seis veces.
Era divertido, intentar resistirse. Tenía la boca llena. Notaba los pequeños bultos de las venas, los imperceptibles accidentes de la piel rugosa, que subía y bajaba obedeciendo los impulsos de mi mano, sabía dulce y sabía a sudor, la punta me golpeaba el paladar, intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca y tuve que contener un par de arcadas.
Pablo me quitó la goma, deslizó la mano debajo del pelo y, un poco más arriba de la nuca, la cerró, atrapando un puñado de cabellos muy cerca de las raíces. Los estrujaba y tiraba de ellos hacia sí, guiándome nuevamente. Sus nudillos se me clavaron en la cabeza. Me dolía, pero no hice nada por evitarlo. Me gustaba.
Ahora él también se movía, levemente, entraba y salía de mi boca.
—Siempre he sabido que eras una niña sucia, Lulú —hablaba despacio, masticando las
palabras, como si estuviera borracho—, he pensado mucho en ti, últimamente, pero nunca
creí que sería tan fácil… —mi sexo acusó inmediatamente el golpe, acabaría estallando en pedazos si seguía engordando a ese ritmo.
Mantenía los ojos cerrados y estaba completamente concentrada en lo que estaba
haciendo, me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente tumbada de costado encima del asiento, con las piernas encogidas, la manivela de la ventanilla contra el muslo, intentando que mi mano siguiera acompasadamente el movimiento de mi boca, desafiando abiertamente mi natural torpeza, tan intensamente que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio de la situación.
Nos estábamos moviendo.
Al principio supuse que era solamente una sensación subjetiva, aquella noche habían pasado muchas cosas, estaban pasando muchas cosas, pero, de repente, el coche se llenó de luz, abrí los ojos y miré hacia arriba, allí estaban, todas las farolas de la Castellana, devolviéndome la mirada.
Estupor, primero. ¿Cómo podía mover la palanca de cambios sin que yo me diera cuenta? Pero es que debajo de mí no había ninguna palanca de cambios, me llevó algún tiempo recordar que en aquel coche la palanca estaba sujeta al volante.
Terror, después. Pánico.
Salté como impulsada por un resorte invisible. Cuando por fin pude acomodarme en el asiento de la derecha, me di cuenta de que estaba medio desnuda. Me tapé como pude, con el jersey y con las manos, para componer una estampa seguramente patética.
Pablo pisó el freno bruscamente. Nos detuvimos en el carril central, entre los estridentes pitidos de un autobús que nos esquivó por la derecha. Cuando pasaba a nuestro lado, pude distinguir al conductor, gesticulando con un dedo sobre la sien. Mi opinión no era muy diferente de la suya.
—Pero ¿que haces? —estaba muy asustada—. Nos hemos podido matar.
—Lo mismo que tú.
—No te puedes parar así, en medio de la calle…
—Tú tampoco podías, y te has parado.
De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado y era conmovedor contemplarle ahora, con la bragueta abierta y el gesto serio, mirando con expresión ofendida un punto fijo, en la lejanía. Por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor. Era una sensación agradable, pero no podía detenerme en ella. Pablo estaba furioso.
Traté de recuperar la calma para evaluar correctamente la situación. Me volví hacia la ventanilla y comprobé que los conductores que desfilaban a mi lado eran solamente torsos, cuerpos cortados poco más allá del sobaco.
Dudaba.
—Te voy a llevar a casa. Perdóname — estoy borracho.
De repente sentí unas terribles ganas de llorar.
El espejismo se había disipado. Su voz era grave y serena, la voz de un adulto que pide perdón sin sentirlo, perdón, estoy borracho, una fórmula de cortesía para una niña que, después de todo, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella, me miró un momento, sonriéndome, y la suya era una sonrisa formal, amable, desprovista de cualquier complicidad, una sonrisa de adulto condescendiente, un amigo de la familia, de toda la vida, sinceramente apenado por haber sacado los pies del plato.
Empequeñecí de golpe, me hacía cada vez más pequeña, más pequeña, y lloraba, no podía contener las lágrimas. Ahora íbamos bastante deprisa, mi casa no estaba tan lejos, después de todo, mi casa no está lejos, estaba bloqueada, no podía pensar pero tenía que hacerlo, tenía que pensar deprisa, el tiempo se me escapaba, se me escurría entre los dedos, y aquello era importante, era importante.
Me volví para mirarle. En algún momento se había subido la cremallera sin que yo me diera cuenta. Me abalancé sobre él, dejé caer todo mi cuerpo hacia la izquierda y empecé a manipular su pantalón, pero estaba muy nerviosa, lloraba, y mis manos se trababan continuamente.
Conseguí abrirle el cinturón y me golpeé yo misma en la mejilla con uno de los extremos. Seguía llorando, lloraba de rabia porque no conseguía hacer las cosas deprisa. Le desabroché el botón, le bajé la cremallera y se la saqué, y estaba pequeña, nada que ver con el agudo esplendor de hacía tan sólo unos instantes, y me la metí en la boca y ahora me cabía entera, y comencé a hacer todo lo que sabía, y más, quería congraciarme con ella a toda costa, pero no crecía, la maldita no crecía y así, pequeña y blanda, era todo más difícil. La tenía en la boca, volvía a tenerla en la boca y la chupaba, y de repente pensé que ahora me gustaba, y luego rechacé la idea, no era eso, no me gustaba en realidad, era sólo que tenía que crecer, tenía que crecer como fuera, me la sacaba a ratos de la boca y la lamía como había hecho al principio, la recorría entera con mi lengua, la rebozaba de saliva, de la punta a la base y otra vez a la punta, y me la volvía a meter en la boca, la sacudía enérgicamente entre mis labios, me la tragaba y movía la lengua dentro de mi boca, solamente la lengua, como si chupara la sangre de una herida inexistente, y después, desde fuera, mientras la sostenía firmemente con una mano, buceaba más allá de la base, y seguía penetrando en el exiguo espacio que mediaba entre la tela y la carne, hasta llenarme la boca de pelos, para volver otra vez al principio…
Lo primero que noté fue que habíamos empezado a ir mucho más despacio, y que nos movíamos continuamente de un lado a otro, cambiando de carril. Luego sentí su mano encima de la cabeza, nuevamente. Solamente al final me di cuenta de que estaba empalmado otra vez, de que lo había empalmado yo, otra vez.
Nos paramos. Un semáforo. No me atreví a levantar la cabeza ni un instante, pero entreabrí los ojos para intentar calcular dónde estábamos. Un puente metálico cruzaba la calle, en dirección perpendicular a la nuestra.
Soy madrileña. Me sé la Castellana de memoria.
El fantástico Papá Noel de neón de El Corte Inglés nos debía de estar saludando con la
mano. Me la metí en la boca y empecé a moverme sobre ella, de arriba abajo,
mecánicamente, para poder pensar. Teníamos que seguir un buen trecho, de todos modos.
Aquel era el camino obligado para ir a mi casa, para ir a la suya también.
Desde entonces traté de calcular cada metro Que avanzábamos, a ciegas, y la calle ya no era la calle, no había gente y si había gente no importaba, era solamente una distancia, la distancia era lo único importante ahora.
La primera contraseña fue el ruido de la fuente, ya estaba empezando a pensar que no llegaría a escucharlo jamás, nos movíamos tan lentamente que aquella inmensa mole gris había llegado a parecerme eterna. Dejamos el ruido del agua y seguimos adelante.
Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos.en línea recta. Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya.
¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta. Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última.
Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!,
pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.
El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó.
Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás y me miró. No dijo nada,
interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.
(…)
Donde esté \»Las edades de lulú\» (y demás de la sonrisa vertical), que se quite las sombras de grey.Sabana
pd: Has hecho que me entren ganas de releerlo. La visión que se tiene de los libros, suele cambiar con el paso de los años. Como todo.Sabana
A mi también me han entrado ganas de buscarlo… que extrañamente se donde lo escondí… y estoy de acuerdo contigo en que la pelicula no le hace honor al libro.Un beso
De acuerdo contigo, @Sabana. Que se quite el trastornado del Grey y sus sombras! Me alegra haberte picado para que lo releas, es un libro estupendo.
sahra{JML} a ver si lo encuentras! Besos guapa 😉
sahra{JML} a ver si lo encuentras! Besos guapa 😉