Escrito en noviembre de 2011
Si te gustan mis gemidos, a mí me gusta que me digas cuánto te gustan al oído mientras me follas.
Estaba diluviando cuando salí de la oficina, a la misma hora de siempre. Había oscurecido y hacía frío. A pesar de todo, era viernes, y aunque la tarde era candidata perfecta a velada casera de tele sofá y mantita, en mi interior había algo que me pedía a gritos que huyera de allí. Que escapara del tedio y el aburrimiento. Acción. Me pedía acción.
Odio llevar paraguas, pero en este caso era necesario, si no quería acabar como una sopa. De hecho, mientras lo abría, valoré seriamente la posibilidad de coger un taxi, aunque mi casa no queda lejos. Y hasta para eso tuve que esperar, ya que la lluvia era tan fuerte que golpeaba con una fuerza increíble. Así que me quedé bajo el tejadillo del edificio de mi oficina, esperando a que escampara, mientras miraba las luces de la ciudad, el semáforo cambiar de ámbar a rojo y la fachada llena de luz de un hotel de lujo cercano.
Mientras seguía cayendo agua, me fijé en alguien que esperaba igual que yo a que dejara de jarrear. Un chico alto, moreno o castaño, por la luz no lo distinguí bien. Y con una mirada que fue la que me sacó de mi aletargamiento aquella tarde…
—Tu pelo tiene que estar increíble mojado debajo de esta tormenta —dijo
Si me hubiera dicho “Hola, soy David Beckham, ¿quieres acostarte conmigo?” no me habría sorprendido tanto…
—¿Perdona…?
—Ya me has oído
—Sí —le dije, clavándole la mirada a ver si descubría de qué iba el tipo —te he oído, pero…
Su mirada me recorrió entera ahora. Sonrió y me dijo
—Que tienes que estar preciosa mojándote…
Ahí ya no me pude reprimir. Ahora fui yo la que sonreí, por el evidente doble sentido de la frase. Si no me gustara, le habría mandado a freír espárragos o a tomar por donde amargan los pepinos sin compasión y sin anestesia. Pero el caso es que no me era del todo indiferente.
—¿De verdad? —le puse a la mirada toda la intención de la que soy capaz
Me devolvió otra cargada de más intenciones, y noté que hundía los dedos en mi cadera, dirigiéndome hacia dentro del edificio. Con decisión, llamó al ascensor y éste se abrió. Me empujó ligeramente al tiempo que me cedía el paso. Marcó la planta 10 y en cuanto la puerta se cerró me apoyó contra la pared y me besó como si fuera lo último que iba a hacer en la vida, un beso que duró los segundos que tarda el ascensor en llegar hasta la planta décima. Cuando llegamos, me susurró de nuevo al oído, mientras me acariciaba la cara interna del muslo y comprobaba, encantado supongo, que sus palabras y actos habían hecho los efectos deseados. La oficina, igual que la mía, pero unas plantas más arriba, estaba en semi oscuridad, y parecía que aún quedaba gente pululando por allí, lo que me hizo mirarle en busca de respuestas… Él no me dijo ni media palabra, entró y de un rápido vistazo, comprobé que la única persona allí debía ser la secretaria o la limpiadora.
Fuimos al final de la sala, donde se encuentra, al igual que en mi oficina, la cocina y el cuarto de los servidores. La puerta de la derecha se abrió y pasamos, estaba todo a oscuras, y la única luz procedía de las ventanas de otras oficinas que entraba por el patio interior al que daban las ventanas. Me ayudó a sentarme en la barra que tenían habilitada para comer. Al hacer eso, se me subió la falda y él me ayudó a separar las piernas, suavemente, pero con firmeza. Volvió a mirarme de esa forma y, retirando un poco mi tanga empapado, recogió con la lengua todo lo que había salido de su sitio, de momento no explorando mucho más dentro, y desesperándome, aunque esto no lo iba a saber, desde luego. Incorporándose de nuevo, arrancó los botones de la blusa para abrirla y me acarició las tetas, con suavidad primero, pero, al notar que los pezones se habían endurecido, pasó a hacerlo con menos delicadeza, arrancándome un gemido ahogado que tuvo que callar poniendo sus labios sobre los míos y besándome de nuevo. Sus dedos jugaron entonces con mi coño, acariciando por fuera y de pronto, metiéndose en mi interior, lo que hizo que tuviera que ahogar otro gemido, convirtiéndolo en jadeo… hasta que le clavé las uñas en el brazo para no gritar cuando me corrí. De nuevo, terminó de darme placer con la lengua, y cuando yo estaba dispuesta a abrirme aún más y recibir su polla dentro de mi… se arregló un poco la ropa, volvió a sonreír y se marchó, dejándome sólo satisfecha a medias, con la blusa rota y un cabreo que iba en aumento.
El lunes por la mañana me había olvidado ya de aquel asunto, cuando, antes de entrar al ascensor, el conserje del edificio me llamó y me dijo que tenía un paquete para mí. Extrañada, porque no suele llegarme nada, lo cogí. Era una caja pequeña, que abrí mientras subía. Dentro había una blusa blanca, parecida a la mía, y una nota con una dirección de email, un número de móvil y unas pocas palabras:
“Como te dije, estabas deliciosa mojada. Y te diré un secreto: me encantan tus gemidos”
Sonreí, guardé la nota en la caja y me senté en mi silla a comenzar mi jornada laboral.