Esta historia viene de aquí
… me gustan los problemas,
No existe otra explicación
Esta sí es una dulce condena
una dulce rendición…
Al escuchar esta estrofa, para mí fue inevitable sonreír y pensar que sí, que efectivamente la rutina no estaba hecha para mí, y que la búsqueda de emociones fuertes, las que me hacían sentir y vibrar, sería para mí una dulce condena. Como tantas otras veces ese verano, canturreamos la canción, solo que a partir de esa tarde tuvo otro sentido muy distinto para cada uno de nosotros.
Nadie sospechaba lo que había sucedido, y nosotros teníamos un secreto solo nuestro. Tú eras mío, yo aún no estaba muy segura de todo las posibilidades que eso me daba, pero las atisbaba y me encantaban.
Sería muy complicado repetirlo. Ambos lo sabíamos, pero aún así, entre nosotros sucedieron muchas cosas, pequeñas acciones que solo tú y yo entendíamos. Como por ejemplo, aquella tarde jugando a las cartas en casa de tus padres que dije “me tomaría un café” y tú, sin decir nada, fuiste a la cocina y lo trajiste, exactamente como lo tomo, con leche fría y sacarina, en una taza.
– Ay, qué chico más majo, ¿verdad? – dijo la hermana de mi suegro
– Verdad. Es un encanto – sonreí yo – Gracias, J.
No podíamos hablar solos casi nunca, no había opción, siempre estábamos rodeados. Y en aquellos tiempos los móviles no se usaban como hoy, ni había posibilidad de enviar whatsapps. Vaya, que no había forma de comunicarse, salvo que fuéramos a dar una vuelta, pero era imposible que estuviéramos solos. Una tarde tus hermanas y tú dijisteis que ibais a bajar al pueblo, y yo, aprovechando que me hacían falta un par de cosas de la farmacia, dije que iba con vosotros. Tus hermanas no eran lo que se dice espabiladas, lo que fue perfecto. Fuimos caminando, no muy deprisa, todos íbamos charlando sobre cosas que no recuerdo, hasta que tus hermanas se adelantaron y nos quedamos solos. Por fin.
Me miraste, con ganas, con hambre, pero esperando a que yo tomara la iniciativa, lo mismo que la primera vez. Te sonreí y te rocé ligeramente el brazo con las uñas de la mano que tenía más cerca de tu cuerpo.
– ¿Has pensado mucho sobre lo que pasó? – te miré
– Todas las noches – me respondiste, sonrojándote.
– ¿Todas? Pues esta noche no lo vas a hacer.
Me miraste, y la cara se te descompuso
– No sé si voy a poder…
– ¿Cómo que no? Podrás, y lo harás
– Pensar en aquello, imaginarte… se me va la cabeza, no voy a poder.
– Pues ya puedes pensar en algo, como si tienes que atártela.
– ¿Atármela? – me preguntaste
– Con lo que encuentres. Y cada vez que te “acuerdes”, cuando te apriete la cuerda, quiero que pienses que yo también imagino y pienso – sonreí
– ¿Sí? ¿Tú también piensas en mí? – se te iluminaron los ojos
– Pienso, sí – bajé la voz y me acerqué a tu oído – Mientras M. me folla cada mañana, o cada tarde, varias veces, me gusta pensar en lo que hicimos esa tarde, en que tú estás ahí, muy cerca, posiblemente muy caliente, y que te mueres por follarme, pero que eso no sucederá. ¿Me equivoco?
– No – tu cara era seria, no sé si te esperabas tanta crueldad
– Acéptalo, soy tu dulce condena. Así será, y así quiero que me recuerdes siempre.
Y así fue. Tras ese verano volvimos a vernos, pero las cosas ya habían cambiado. Sin embargo jamás lo olvidamos, ni tú ni yo. Los ojos y las sonrisas hablan solas, a veces, mucho más que una larga explicación.