Flakos76 me ha dado permiso para colgar aquí el que es, sin duda, mi favorito de todos sus relatos. Estoy muy agradecida por ello, y espero que os guste tanto como a mí. En mi opinión, es sorprendente, ágil, mantiene la tensión y tiene uno de los mejores finales que he leído. No os interrumpo más, os dejo leer
Después de girar la llave hacia el lado correcto, aún tuve que apoyar el hombro en la puerta para poder terminar de abrirla. Seguramente la humedad había hecho que la madera se dilatara un poco y me encontrara con ese pequeño problema para poder acceder a la vivienda. Pero eso no era un gran problema. La casa nos había gustado desde el principio. Sobre todo, lo que significaba estar allí. Comenzábamos una nueva etapa.
Conocí a mi novia a través de un amigo en común. Nos presentó una noche de copas y después de certificar la evidente atracción física que sentíamos el uno por el otro comenzamos a salir. En aquella época ambos estábamos intentando terminar nuestras respectivas carreras, con la ilusión intacta de poder labrarnos un futuro prometedor.
Como ocurre en la mayor parte de parejas, un día nos dimos cuenta que en la mayor parte de planes de futuro que nos planteábamos incluíamos al otro como parte indiscutible de dicho plan. Hasta que nos vimos intentando abrir con el hombro la puerta de la casa que a partir de ese momento íbamos a compartir. Y lo hacíamos con toda la ilusión del mundo.
Desde que conocía a mi novia hasta que me encontré en el umbral de la puerta habían pasado seis años. Nos sentíamos más que preparados para dar el importante y, a veces, incierto paso de la convivencia.
Aquella casa nos gustaba desde hace tiempo. Antes había pertenecido a un amigo que ahora había tenido la posibilidad comenzar sus andaduras profesionales en el extranjero y nos había dado la oportunidad de quedarnos allí por un alquiler bastante asequible y una futura opción de compra. Era una buena forma de comenzar.
Estaba en una finca bastante antigua. En el último piso, al cual accedías a través de un ascensor que cada vez que subías daba la sensación de estar suplicándote que lo sacrificaran ya para dejar de trabajar. Cada altura la compartían dos apartamentos. Aunque las puertas de entrada estaban enfrentadas entre ellas, la forma en L de las viviendas hacía que ambas contactarán a través del tabique que separaba los dos salones. Eran apartamentos pequeños pero funcionales. Unos sesenta metros cuadrados aproximadamente, un salón, un baño, una cocina, una habitación y algo que llamaban estudio que a mí se me antojaba más como un zulo. Pero nos sobraba.
Al mobiliario que tenía mi amigo durante su estancia allí lo sacrificamos todo y personalizamos la vivienda a nuestro gusto. Lo único que se salvó fue un cuadro que tenía encima del sofá del salón que había traído de México. Ambos estuvimos de acuerdo en que nos gustaba y no lo llegamos a tocar.
Ahora, después de conseguir abrir la puerta y ver ante nosotros la casa, tal y como la habíamos soñado, dejamos las maletas de la ropa en el suelo y nos abrazamos. Fue como la celebración del comienzo de la nueva vida.
No nos fue nada difícil adaptarnos a la rutina de la vida en pareja. Mi novia trabaja en una agencia de viajes y tiene turnos rotativos. Yo trabajo como comercial de productos informáticos y gran parte del trabajo lo desarrollo en casa a través de fax y de Internet. Tengo épocas en las que viajo, pero son las menos. Mi horario es bastante flexible. A veces comemos juntos, otras no podemos. La cena siempre es el punto de encuentro, donde nos ponemos al día de todo lo que nos ocurre. Entre semana, demasiado cansados para practicar sexo. Los fines de semana, disfrutamos de la casa. Muchas películas en el nuevo DVD, o libros, manta en los pies, y dosis de sexo. Casi siempre sucumbimos en el sofá, aunque a veces llegamos a la cama. Y después de eso, con todas las endorfinas recorriendo tu cuerpo, agradecer la satisfacción de llevar una vida tan controlada. Aquello estaba muy bien. Y así duró casi un año.
Como pareja nunca hemos sido muy sociables. No somos antipáticos ni nada de eso, pero nos gusta ir a nuestro ritmo y, personalmente, no aguanto, en concreto, que en una comunidad de vecinos por el simple hecho de ser vecinos tengamos que ser amigos. Además, en nuestra altura, el piso que teníamos al lado estaba vacío y el resto de vecinos, dado que era una casa antigua, no pertenecían a nuestra generación, con lo que todavía era más difícil poder mantener una relación más allá de lo estrictamente necesario por vivir en la misma finca. A mí me gustaba que fuera así.
Un día, después de volver de uno de mis escasos viajes de trabajo, y mientras mi novia se encontraba en la mini cocina preparando algo ligero para cenar, me anunció:
—¿Sabes que tenemos nuevos vecinos?
En ese momento estaba abriendo la nevera para disfrutar de una cerveza fresca. Levante la chapa con un dedo hasta oír el chasquido de la lata.
—No, no lo sabía. No suelen darnos informes de cómo está el vecindario en el trabajo.
Me miro con cierto reproche. No había sido la respuesta más acertada. Volví a intentarlo.
—No. ¿Los has conocido?
Ella suavizó la mirada. En el fondo era buena y sabía perdonarme.
—No, solo vi que una empresa de mudanzas empezaba a traer muebles al piso que tenemos al lado.
«Vaya» —pensé— «Se acabó la tranquilidad”.
La conversación sobre los nuevos vecinos creo que duró cuatro minutos más y en seguida paso al olvido. Seguíamos con la amada rutina de nuestras vidas y a mí me esperaban varios días de trabajo en casa, con lo que las perspectivas de un futuro inmediato se me antojaban perfectas. Me gustaba trabajar en casa y ponerme yo mis horarios y mi ritmo. Era lo que más me atraía de mi trabajo. Aunque tenía su lado malo, y era que tenía que hacer las veces de amo de casa. Pero hasta eso tenía su encanto.
Esa semana mi novia tenía turnos intensivos de mañana, así que tendríamos todas las tardes para disfrutar de la casa, ir a pasear o ver películas. Era casi como estar en fin de semana.
Mi jornada de trabajo en casa era muy simple. Me levantaba a las siete y media y después de ducharme y desayunar; estaba desde las ocho y media hasta las once organizando pedidos, respondiendo correos o contactando con gente a través del móvil o del ordenador. Sobre las once aprovechaba para ir a hacer la compra, me tomaba un café y leía la prensa en el bar que tenía justo debajo de casa. Luego, vuelta al trabajo hasta las tres de la tarde. A esa hora preparaba algo de comida, para que a las tres y media, cuando llegaba mi novia pudiéramos comer juntos. La tarde casi siempre estaba compuesta por una pequeña siesta, una hora de organización de trabajo y luego elegía: paseo, gimnasio, películas… las opciones eran casi ilimitadas.
Una mañana, abriendo la puerta del portal y cargado de bolsas de la compra, me encontré un grupo de tres personas esperando el ascensor. Entre las personas habituales que solía encontrarme en esos casos —casi siempre mujeres mayores, dueñas de las viviendas de los primeros pisos— me encontré una nueva figura. Lo primero que me vino a la cabeza era que sería una chica que ayudaba a alguna anciana en las tareas del día a día. Iba con un vestido rosa, de una pieza, que le llegaba hasta la parte media del muslo. Tenía el cabello negro y largo casi hasta la mitad de la espalda. Llevaba un monedero debajo del brazo y en la otra mano una bolsa de supermercado. No la había visto nunca. Saludé a los presentes y esperé a que bajara el ascensor.
El ascensor anunciaba que la cantidad de personas máximas era de cuatro, lo cual parecía una broma, pues el habitáculo era muy pequeño, y un peso máximo de 300 kg, lo que también me parecía otra broma, sobre todo cuando escuchaba los quejidos de éste al subir. Como las personas hacemos más caso a veces a lo que dice una placa que al sentido común, las cuatro personas que esperábamos el ascensor nos metimos en él. Después de contornearnos lo necesario para adaptar nuestros cuerpos y las bolsas al espacio tan reducido, apareció un dedo que se decidió a pulsar el botón para subir.
La chica quedó justo a mi lado. Pude verle la cara con cierto disimulo y me di cuenta de que era realmente guapa. No tendría más de veinticinco años. De labios gruesos, ojos verdes y grandes, con semblante serio miraba directamente hacia el suelo como si allí hubiera algo realmente interesante que mirar. El espacio tan reducido hacía que mi brazo contactara contra parte de su brazo y de su pecho. Yo estaba inmóvil y con miedo de hacer cualquier movimiento que se pudiera malinterpretar. Una de las bolsas de la compra estaba a punto de resbalar de mis dedos y no tuve más opción que mover el brazo para poder agarrarla mejor con un movimiento un tanto brusco debido a la cantidad de gente que había allí. Ella, ante ese movimiento hizo un giro y muerto de vergüenza miré hacia el techo para no cruzar la mirada con ella. Cuando me quise dar cuenta, mi brazo estaba casi encajado entre sus dos pechos, empujaba el vestido hacia su cuerpo. La imagen era la de unos senos grandes, y blancos. Pero no ese blanco que parece enfermizo, sino ese otro que denota limpieza y salud.
El ascensor hizo su primera parada y dos de las cuatro personas que estaban allí bajaron. Solo quedamos ella y yo, y ante el regalo de más espacio me apresuré a separarme de ella y ser yo ahora el que mirara al suelo. Al parecer había encontrado allí también algo interesante para mirar. Silencio.
Por fin, el ascensor llegó al último piso y allí nos bajamos los dos. Yo me dirigí hasta la puerta de mi casa y ella fue hacia la otra puerta. Mientras metía la llave para abrir mi puerta y oía como iba girando la suya estuve a punto de darle una especie de bienvenida informal a la comunidad. Pero me corté, porque en el fondo pensaba que en el ascensor ella había sido consciente del magreo involuntario del que había sido víctima. Me imaginé empezando a hablar y seguidamente ella cortándome para reprocharme lo cerdo y desconsiderado que había sido allí dentro y yo balbuciendo palabras sueltas para intentar disculparme. Así que no dije nada.
Oí un portazo detrás mío. Había entrado en su casa. Terminé de abrir mi puerta y entré yo. Todavía tenía en la cabeza las formas de su cuerpo y la imagen de su cara. Era una mujer muy guapa. ¿Viviría sola? ¿Tendría pareja?
Seguí con mi rutina de la mañana. Cuando mi novia llegó a casa, yo estaba en la cocina terminando de trocear unas verduras para la comida. Me dio un beso en la mejilla a modo de saludo y le oí decir a lo lejos que iba a ponerse cómoda. Yo tenía la vista perdida en la ventana de la cocina. Sin querer estaba pensando en la chica del ascensor.
Pasaron los días y la vida seguía con su ritmo habitual, con una diferencia. Ahora oía los sonidos propios de vivir con vecinos y de estar separados por un tabique que cuanto menos no llegaba al palmo de ancho. Sobre todo, ruidos de pisadas, alguien fregando platos, puertas que se abren, ese tipo de cosas. Pero no llegábamos a coincidir ni el patio ni en las puertas, como ocurrió la primera vez.
Un día, mi novia llego de trabajar, pillándome a mí como siempre haciendo la comida en la cocina. Después de los pertinentes besos para saludarnos me dijo en tono alegre:
— Acabo de conocer a los vecinos que viven al lado de nosotros —“¿Los?”— pensé yo. Pero no lo dije en voz alta.
— ¿Sí?
— Parecen buena gente. Hemos quedado este sábado por la noche para cenar, así aprovechamos y nos conocemos. Al fin y al cabo, vamos a vivir casi juntos.
— Ya…— me jodía tener que hacer el paripé de «hola-vecino-vamos-a-llevarnos-bien«, pero por otro lado me gustaba la idea de volver a ver a la chica del ascensor.
— Iremos a su casa. Insistí en que vinieran a la nuestra, pero al final me convencieron para que seamos nosotros los que vayamos.
— Me parece bien.
— Les llevaremos una botella de vino o algún dulce para el postre…
A ella le gustaba eso. Le hacía ilusión hacer ese tipo de vida social. Afortunadamente no abusaba de eso y a mí me daba cancha. Quedamos en que el sábado pasaríamos a su casa con la botella de vino y dulce de rigor para amenizar la velada.
Llegó el sábado por la noche y nos encontramos en la puerta de la casa de los vecinos llamando a la puerta. A recibirnos salió un hombre de unos cuarenta años muy bien llevados, bronceado y con el pelo largo hacia atrás, vestido con un pantalón blanco con camisa a juego, casi como si estuviera en cualquier república bananera. Dijo que se llamaba Carlo con acento italiano y una sonrisa que haría que cayera a sus pies cualquier damisela. Me cayó mal en el acto. No le di ni una oportunidad.
Ella se llamaba Sandra, y esta vez llevaba puesto un vestido color hueso, muy corto, casi transparente. Con algunos reflejos se le vislumbraba la ropa interior. Su actitud era educada pero distante. Tuve que esforzarme por no suspirar cuando la vi.
Ahí estaba claro quién era el alma de la fiesta. En seguida Carlo comenzó a organizar el protocolo: visita por la casa que, por otro lado, era igual que la nuestra, pero con una distribución inversa, que si vamos a poner esto aquí, que si vamos a poner esto allá, que si perdonad el desorden… Ese tipo de cosas.
Al final quedó claro que la cena se desarrollaría en el salón, como no podía ser de otra manera. Nos sentaríamos unos en el sofá y otros en sillas rodeando una pequeña mesa. Todo bastante informal.
La cena se desarrolló sin problemas. Yo tenía que hacer esfuerzos para no quedarme mirando a Sandra sin que ella se diera cuenta. Carlo estaba en su salsa, hablando de su trabajo —era escritor—, de sus viajes, de sus proyectos, y preguntándonos a nosotros a qué nos dedicábamos.
Realmente mi novia hacía esfuerzos mayores que los míos para seguir la conversación. Yo asentía en los momentos adecuados. Sandra observaba callada.
Llegó el momento de la cena. Había tiramisú casero hecho por —atención, redoble de tambores y trompetas— ¡Carlo! La verdad es que estaba muy bueno y se lo tuve que reconocer. Al final, insistieron en que nos lleváramos a casa una gran porción en una fiambrera para que la comiéramos allí y aceptamos el ofrecimiento.
Seguimos con licores después de cenar, hablando de cosas bastante intrascendentes. La visita casi había acabado. El trámite estaba hecho y yo casi me alegraba que así fuera. Al levantarnos para despedirnos me di cuenta de que, en la pared, encima del sofá había un agujero del tamaño de una moneda de dos euros. No dije nada, pero me pregunte cómo no había visto yo un agujero así desde mi propio comedor. Cuando llegara a casa lo miraría.
Nos despedimos con los besos y agradecimientos de rigor, fiambrera en mano, y prometiéndonos, aun sabiendo que no lo íbamos a cumplir, repetir esa velada. Y me puse de los nervios cuando el gran Carlo, para despedirse de mi novia le colocó una mano casi en donde la espalda pierde su nombre y el beso se lo daba demasiado cerca de la boca. En fin, cosas de los italianos.
Cuando entramos a casa no pude reprimirme:
—¡Vaya par de gilipollas!
Mi novia empezó a reír, nerviosa.
—Ya lo creo —dijo ella— Él es un chulo y no aguanto a los hombres así, y ella una mojigata que casi no ha soltado prenda en toda la noche.
Fuimos capaces en diez segundos de dar nuestra opinión más global de lo que nos habían parecido. Yo sabía que mi novia ya se había quedado tranquila por cumplir con su obligación como vecina, pero también sabía que ninguno de los dos le había caído bien. Ella por ser guapa. Él por prepotente, chulo, egocéntrico… Esa clase de hombres no iban con ella, ni conmigo.
Mi novia se fue a la cama. Yo me quedé un rato en el comedor fumando un cigarro y viendo la tele, casi todo anuncios de teletienda, que me apresuraban a llamar ya para coger la oferta exclusiva de televisión. ¡Y si llama ahora, le regalamos otro igual!
Recordé entonces el agujero en la pared. ¿Por qué no lo había visto yo en mi propia casa? En seguida supe la respuesta. El único cuadro que no habíamos tocado desde nuestra llegada allí lo tapaba. Retiré el cuadro y, efectivamente, allí estaba. Mi comedor estaba iluminado por una lámpara de mesa de escasa potencia y la diferencia de luz de una estancia y otra hizo que a través de ese agujero se proyectara un haz que llagaba casi hasta la pared contraria de la estancia. En el otro lado todavía no se habían acostado.
Apoyé la cara en la pared y observé a través de ese agujero. Pude ver parte del escenario en donde se había desarrollado la cena. De pronto, alguien pasó muy rápido por delante, robándome la luz y aparté la cara, como si me hubieran pegado un bofetón.
Ruido de cubiertos y de platos. Seguí observando. Sandra estaba allí, inclinada sobre la mesa recogiendo. Podía ver su cabeza inclinada. Esa postura también me brindaba la posibilidad de ver su escote. Se había quitado el sujetador, seguramente cuando nos fuimos para estar más cómoda. Podía ver sus pechos grandes y blancos sin ningún problema. El pantalón empezó a molestarme.
Desde atrás se oyó la risa estridente de Carlo, oía sus pasos. Ese tío me daba un asco que no podía aguantar. De pronto, vi cómo se colocaba detrás de ella, con los pantalones de lino blanco bajados por las rodillas, hacía un casi imperceptible movimiento de caderas y las impulsaba hacia Sandra en un golpe certero. Ella levanto la cabeza con un gesto de sorpresa y una mezcla entre dolor y placer. Él empezó a embestirle cada vez más rápido. Veía claramente el vaivén de sus pechos, se mordía los labios para reprimir un grito, los brazos tensos para fijar su posición, las piernas un poco más abiertas. Y Carlo seguía sin compasión. Sandra seguía con los ojos cerrados. Tenía una primera plana de esa imagen. Carlo aceleró el ritmo cada vez más. A ella no le había oído ni una palabra desde que fue abordada, ni un gemido, solo al final, en un susurro, casi como si le doliera decirlo, y como si se lo estuviera diciendo a la pared: ”me corro”
Aparté la vista de la pared, puse el cuadro en su sitio y me fui a la cama. Muy excitado por lo que acababa de ver, tardé bastante tiempo en dormirme y al final, como no podía ser de otra manera, soñé con ella.
* * *
Me esperaba una temporada larga de trabajo en casa. Ordenador, compras, más ordenador, llamadas de teléfono, etc. Todavía tenía en la cabeza las imágenes que había visto a través de la pared y a veces me sorprendía a mí mismo observando si oía algún ruido que me hiciera pensar que había alguien en la casa.
En una ocasión vi a Sandra, haciendo tareas de limpieza, vestida con un pantalón cortísimo y una camiseta ajustada. Esa sola visión ya me hacía estar pensando en ella todo el tiempo. Otras veces veía a Carlo. Entendía que ellos dos solo coincidían en casa por las noches, y yo, en eso momento no podía mirar. Mi novia no sabía nada de esto.
Cada vez más, tenía obsesión por observar. Quería verla a ella, como fuera. A veces lo conseguía. Si no lo hacía me recreaba durante todo el día rememorando visiones anteriores. Y la vi de muchas formas.
En una ocasión, al oír el ruido de la puerta me precipite hacia la pared para comenzar mi observación, como un drogadicto lo hubiera hecho ante su dosis de droga después de mucho tiempo de abstinencia. El que había entrado era Carlo. Y estaba acompañado por una mujer que no era Sandra. Era una mujer más o menos de su edad, muy bien vestida y muy guapa. Estuvieron charlando durante un rato, sentados en el sofá. La imagen para mi perdió interés y me fui a continuar trabajando. A los pocos minutos empecé a oír gemidos. Volví a mirar. El perfil de la mujer coincidía con mi ángulo de visión y podía ver sus senos y su cabeza. A juzgar por los movimientos que hacía imagine a Carlo tumbado en el sofá mientras aquella mujer lo cabalgaba. “¡Qué hijo de puta!”, pensé. El tío se estaba follando a otra. A los pocos minutos el jaleo terminó y la paz volvió a mi casa.
A lo largo de los días siguientes hubo más visitas femeninas a casa de Carlo y Sandra. Y todas acababan igual. Yo fui testigo como mínimo de tres. Aquel cabrón se lo montaba con otras mujeres mientras Sandra no estaba.
Un día, cuando llegaba de trabajar, mi novia me comento que había visto a Carlo con otra mujer entrando a casa. Lo hizo de forma casual, pero en el fondo yo sabía que ella ya lo estaba juzgando. Que pensaba que era un cabronazo y que se había dado cuenta.
—¿Tú crees que le pone los cuernos? —me pregunto, mientras cenaba.
—Mujer –le dije —No creo que fuera tan tonto de hacerlo en su propia casa, si fuera así.
Y es que así somos los hombres. Tenemos el instinto de defendernos mutuamente ante todo. Y por supuesto sin nombrarle de lo que yo había sido testigo en otras ocasiones.
—Si me entero yo de que traes a una mujer a casa… — me dijo, medio en serio.
—Ya, ya lo sé….
Y siempre me acababa aquel discursito con su frase lapidaria:
—Lo que no quieras para ti no lo hagas para los demás….
Y enseguida cambiaba de tema. Hablar de cuernos para ella era un suplicio. A medida que avanzábamos es ese tipo de conversaciones casi se convencía de que algo raro había pasado, así que yo luchaba por cambiar rápidamente de tema.
Habían pasado un par de semanas desde la famosa cena. Desde entonces, como pareja no habíamos tenido contacto con ellos. Solo yo había mantenido una especie de conexión a través de mis sesiones de espionaje.
Al coger un rollo de papel de cocina de la despensa para reponer, reparé en que todavía conservábamos la fiambrera en la que nos habíamos llevado la tarta. Me pareció la excusa perfecta para pasar a casa de Sandra. Había oído ruidos esa mañana, pero no había llegado a verla por el orificio de la pared. Y necesitaba verla. Como un drogadicto.
Como me pareció que iba a ser una visita de lo más informal, me coloqué unas chanclas y salí al rellano con las bermudas que me había puesto para estar cómodo en casa y la fiambrera, debidamente lavada.
Llamé al timbre. Sin contestación. Llamé de nuevo. Me parecía que insistir más no era lo adecuado. Habría salido sin que me diera cuenta. Cuando mis pies giraban sobre el suelo para darme la vuelta oí como se giraba desde dentro unas llaves. El corazón empezó a latirme muy deprisa. La puerta se abrió y apareció ella. Con una camiseta que debía ser de Carlo, pues casi parecía un minivestido. Me miro como quien mira a un bicho raro y después de balbucir un hola con voz temblorosa, saque extendí las manos ofreciéndole la fiambrera como dejando claro que solo había venido a eso.
La dejó en la una repisa que tenía en el recibidor a modo de mesa y me dijo que pasara.
— He recibido correo tuyo por error. Ya que estás aquí pasa y te lo doy.
Entré en la casa. Fuimos hasta el comedor. Yo la seguía y no podía dejar de mirarle las piernas. Con cada paso la camiseta se le subía dejándome ver parte de sus nalgas. Andaba con paso decidido, muy erguida. Se inclinó para abrir un cajón del salón, de donde sacó un sobre. Al hacerlo, la camiseta le subió todavía más regalándome la visión de una parte más amplia de su trasero. vi que un tanga pequeñísimo la cubría. Recordé entonces la visión de Carlo tomándola por detrás. Junto con la imagen que estaba viendo en ese momento no pude evitar tener una erección al instante.
Cuando se giró para darme la carta note que desviaba la mirada hacia abajo. Estaba muy seria, y solo me había hablado para decirme que entrara. Me prepare para un estallido de cólera cuando se diera cuenta de mi reacción. Alargó una mano para darme el sobre. La otra se posó en mis pantalones, justo donde estaba la única parte de mi cuerpo que manifestaba el efecto que me producía esa mujer.
Los dos teníamos agarrado el sobre cada uno por un extremo. Ella sin mirarme a la cara, empezó a frotar su mano contra mis pantalones. La erección cada vez era mayor. Yo no sabía lo que hacer y opté por quedarme quieto. Ella parece que estaba muy concentrada en lo que hacía. Con movimientos lentos, pero decididos, deshizo el nudo que me hacía llevar las bermudas subidas y las deslizó hasta mis tobillos. Siguió acariciando con la palma de la mano. La mirada hacia abajo. Yo estaba a punto de explotar.
Decidió que era momento de bajar y se puso de cuclillas hasta que la cabeza le quedo a la altura de mi sexo. Siguió masajeando ahora con él entre las manos. Hacía movimientos muy lentos. Hacia arriba y hacia abajo. Acercó su cara y la besó. Besos pequeños, recorriendo todo. Le pasaba la lengua. Volvió a utilizar su mano. Me estaba haciendo una señora paja y yo tenía que hacer esfuerzos para no eyacular ya mismo. Se quitó la camiseta y quedó con un tanga minúsculo que yo ya le había intuido a mi llegada. Con su mano colocó mi polla en uno de sus pechos y empezó a acariciarse los pezones con la punta, en círculos lentos. Mis flujos empezaron a humedecerla por allí por donde pasaba. Con la mano que le quedó libre se retiró el tanga y empezó a acariciarse el clítoris. Para ella utilizaba la misma tranquilidad que hacía conmigo. Empezó a acelerar sus movimientos. Abarcó con la palma de su mano todo lo que pudo de mi sexo y empezó a frotarlo contra su pecho. Yo empecé a mover mis caderas para darle más recorrido. Veía su pecho húmedo. Ella había empezado a introducirse dos de sus dedos. Su cara empezó a tener la misma expresión que le vi por el agujero. Labio mordido, el ceño fruncido, ni un solo gemido, ni una sola palabra. Noté de súbito un latigazo, los músculos de mis piernas se tensaron, apoyé mis manos en su cabeza, y empecé a tener un orgasmo largo, muy largo. Vi como las gotas de mi semen salpicaban sus pechos, su garganta, parte de su boca y de sus mejillas. No me miró en ningún momento. Ni siquiera cuando a mitad de mi orgasmo ella, con voz muy bajita, le dijo al suelo: ”me corro”.
Se quedó de cuclillas. Mi polla, cansada y satisfecha, apoyada todavía en su pecho mojado. Con la cabeza inclinada hacia el suelo le oí decir: “vete”.
Me subí las bermudas y salí de la casa. El sobre lo había tenido todo el tiempo en la mano, pero fui consciente de ello cuando entré en mi propia casa. Me dispuse a abrirlo y al verlo detenidamente reparé en algo: ese sobre no era para mí.
Los días siguientes los pasé con una mezcla de ansiedad y mucha excitación. Quería que volviéramos a coincidir y que aquel episodio de alguna manera se repitiera. Ella no me daba ninguna señal y lo único que sabía era lo que veía a través de aquel agujero. Ellos parecían no haberse dado cuenta de su existencia.
Seguía viendo escenas de la vida cotidiana de una pareja en su casa. Alguna visita ocasional de mujeres que caían rendidas, sin remedio, en los brazos de Carlo. Algunas mujeres repetían la experiencia. Al final conté seis mujeres que de vez en cuando hacían las visitas pertinentes.
Mi obsesión por Sandra cada día era mayor. El que fuera pasando el tiempo y no tuviera noticias de ella hacia que esa obsesión fuera cada vez mayor. La pared tenía casi un efecto imán sobre mí y cuando estaba largo tiempo en casa era, cada vez, más el tiempo que iba a observar. El que al final siempre viera las mismas escenas me exasperaba. Quería ver cosas nuevas. No, quería que me volviera a ocurrir un episodio como el que viví en su casa.
No paraba de darle vueltas a lo del sobre. El correo no era para mí. Y me había hecho entrar con esa excusa. Estaba claro que ella quería que entrara y que quería hacer lo que hizo. Estaba claro que me deseaba y que había notado que yo la deseaba a ella. Pero luego me había despedido sin dar la oportunidad de una próxima vez. El deseo que ella me provocaba era casi como un dolor físico.
Mi trabajo se empezó a resentir. Con la posibilidad de observar todo el tiempo, cada vez que estaba en casa no rentabilizaba las horas de trabajo. Mi rendimiento no era el adecuado. Mi humor empezó a cambiar.
Con mi novia las cosas se enfriaron también. Pensaba todo el tiempo en Sandra y estaba ausente. Ella se daba cuenta y ante su insistencia en saber que me pasaba, le decía que el trabajo no me iba del todo bien y ahí quedaba zanjada la cuestión. Y en parte no era del todo mentira.
En la cama también hubo daños colaterales. Intentaba evitar a mi novia, pues prefería la autosatisfacción pensando en Sandra. Me metía en el baño casi de una forma furtiva y con el recuerdo de mi polla en su pecho o con la imaginación de nuevos episodios de ese tipo me desahogaba.
Mi novia empezó a notar mi falta de deseo hacia ella. Y se puso manos a la obra en intentar solucionarlo. Nunca me había pasado eso con ella. Yo siempre estaba dispuesto. De empezar durmiendo con un pijama de verano, un día me di cuenta que venía a la cama solo con un tanga. Creo que lo hacía para llamar mi atención. Cuando nos acostábamos, empezaba con tímidas caricias en el pecho para ver si yo reaccionaba y al ver que no lo hacía se daba la vuelta y se quedaba dormida en posición fetal. Cada vez hablábamos menos.
Una noche, yo estaba especialmente nervioso, sin parar de pensar en Sandra. Mi novia había hecho el enésimo esfuerzo por atraerme hacia ella y, como había pasado últimamente, yo no había respondido. Estaba de espaldas a mí durmiendo y yo, tumbado boca arriba, con los brazos en el pecho como si estuviera muerto y la mirada clavada en el techo, empecé a tener una erección enorme acordándome de Sandra.
Los bóxer empezaron a molestarme y me los quité intentando no moverme mucho para no despertarla. El roce de mi mano con mi sexo, hizo que se desatara la tormenta. Empecé a tocarme muy lentamente, recordando a Sandra, su cara, sus pechos, la forma de su trasero cuando se inclinó a coger el sobre, su boca al darme besos en aquella zona restringida, su silencio…Eso era lo que más me inquietaba y a la vez más me excitaba. Las dos veces que la había visto haciendo sexo, ni había gemido ni había gritado ni hablado. Solo al final: ”me corro….” Eso me enardecía muchísimo. Seguía tocándome pensando en todo eso, cada vez más excitado. No me paraba de mover en la cama. El corazón se me empezó a acelerar y me notaba ciego de deseo por ella, y no podía complacerme.
Me di media vuelta, en dirección a la espalda de mi novia con una erección que casi dolía. Mi polla rozó en la parte del culo de ella que quedaba al descubierto por el tanga. Su piel estaba caliente y lo note casi como una descarga eléctrica con un punto agradable. La cabeza se me nubló. Me acerque a ella dejando mi polla encajada entre su culo. Con una mano le baje el tanga despacio para que no se despertara. Empecé a sentir que la punta de mi sexo rozaba la entrada del suyo. Deslice una mano por debajo de la almohada hasta que quedó junto a su cabeza. Yo hacía movimientos lentos con la cadera y mi polla cada vez hacía más presión para que entrara. Ella se movió un poco y dio el quejido típico de una persona molesta porque la despiertan. En ese momento, la mano que tenía cerca de su cabeza fue hasta su boca y se la tapó. Noté cómo tensaba el cuerpo, pero yo ya no estaba en mis cabales. Empujé con fuerza y la penetré. Ella se quedó quieta, y noté en la palma que quería soltar un grito, pero no la dejé. No quería escucharla, no quería oír gemidos ni gritos, ni nada. Solo quería oír “me corro”. Empecé a moverme con celeridad. Mi cabeza estaba apoyada en su cuello, y cada vez daba empujones más fuertes y violentos. Con la mano que no cubría su boca le agarré una nalga y la abrí. Ahora entraba mejor. Aceleré. Mi pene estaba a punto de explotar y en cuestión de pocos minutos descargué dentro de ella. El orgasmo fue larguísimo debido a la temporada de abstinencia que había tenido, en mi cabeza estaba la imagen de Sandra, aun cuando terminé de eyacular, todavía me movía furioso hasta que la llegada de endorfinas hizo que poco a poco me quedara quieto. La mano que cubría su boca, se relajó y quedó inerte a su lado. Mi cuerpo se relajó. Ella no dijo nada, ni se movió. Cuando estaba a punto de que los brazos del sueño me acogieran en su seno me pareció oír que ella lloraba.
Ni al día siguiente ni en próximos hablamos de ese episodio. Yo la notaba seria, pero tampoco hacía ningún esfuerzo por calmar la situación. Cada vez nos distanciábamos más.
Una mañana cuando me desperté para trabajar encontré una nota que me había escrito. Me decía que no entendía que me pasaba últimamente. Que quería que habláramos para solucionar las cosas. Que me quería mucho y que no quería que la relación se estropeara. La nota estaba firmada por un corazón y por un «TE QUIERO» en letras grandes. Al final había una posdata avisándome de que esa tarde llegaría un poco tarde. Tendría casi todo el día para mí solo.
Y el día se desarrollaba como lo venía haciendo últimamente. Minutos de trabajo seguido de horas mirando a través del agujero y esperando cazar nuevas imágenes.
En las visitas de ese día vi a Sandra haciendo tareas de limpieza con la camiseta con la que me había recibido aquel día. Mi cuerpo al verla reaccionaba al instante. A final de la mañana la casa se quedó sola.
Fui a prepararme la comida. Ese día comía solo así que opte por un plato fácil. Algo de pasta con verduras. Si mi novia hubiera venido, como hacía normalmente, me hubiera esmerado un poco más, aunque últimamente no mucho, pero como no era el caso, elegí hacer algo fácil. El que no estuviera ella, además me vendría bien, pues quería echarme una siesta en el sofá. Últimamente no dormía mucho y si me la echaba en la cama luego me despertaría de muy mal humor.
Después de fumarme el cigarro de la comida me dirigí al sofá para tumbarme. Tenía la característica sensación de sueño que te da después de una comida. Cuando me sentaba en el sofá oí la puerta de la casa de al lado. Oí a Carlo. También la risa de una mujer. Otra amiguita. Mi primera idea fue la de no mirar. Estaba cansado de tanta amiguita. Pero observar crea adicción.
De rodilla en el sofá acoplé mi cara al agujero. La vista era la de un trasero bonito vestido con un vaquero muy ajustado. Las manos de Carlo apoyadas en él, masajeándolo, sopesándolo. Movimientos amplios. Las manos de ella buscaban la bragueta de él. “Joder, ¿qué les dará?” pensaba yo. Pero notaba como empezaba a excitarme.
Con movimientos certeros Carlo le bajó el pantalón y ahora vi el culo de la mujer vestido con un tanga minúsculo. Ella ya tenía agarrada con la mano su polla y la masajeaba. El metió su mano entre las piernas de la mujer y empezó a acariciarla.
Mi visión solo era de las caderas de los dos, nada más, pero empecé a excitarme cada vez más y con la certeza de saber que todavía estaría solo un rato, me baje mis propios pantalones y empecé a tocarme mientras disfrutaba de lo que veía.
A los pocos minutos de que los amantes estuvieran tocándose los dos de pie, Carlo bajo su cabeza y la metió entre las piernas de la chica. Empezó a lamer todo lo que encontró allí. La mano de la chica estaba apoyada en la cabeza de él y cuando sus acciones empezaron a tener el efecto deseado, ella empezó a removerle el pelo y a mover las caderas hacia su cara para notar más su lengua. Empecé a imaginar que la chica era Sandra y mi nivel de excitación aumentó considerablemente. Seguía tocándome y haciendo miradas furtivas a mi puerta de entrada para que, en el caso de oír la llave, dejar todo aquello muy rápido.
En el tiempo que me costó quitarme del todo el pantalón para estar más cómodo la visión había cambiado. La mujer debía estar de rodillas en el sofá con las manos apoyadas en la pared, porque lo que veía era parte de su cuello, su pecho y su abdomen. Al final sus muslos, cuyas rodillas descansaban en el sofá. Carlo la penetraba sin piedad desde atrás. Yo era capaz de ver sus huevos chocando con cada sacudida.
Yo seguía apoyado en la pared, masturbándome como un mono con esas imágenes. Cada vez le estaba dando más fuerte y oía como chocaba el abdomen de Carlo contra los glúteos de la chica. El sonido que producía me hacía pensar en aplausos. Yo estaba a punto de correrme, pero quería disfrutar más de esa imagen. A través de la pared, oí que Carlo le decía a la chica: “quiero follarte por el culo.” Una frase tan sucia dicha por un italiano, no lo parece tanto. Ella no dijo nada y como el que calla otorga, él sacó su polla húmeda y palpitante. Noté que hacía el gesto de escupirse la mano y pasar todo aquello por el culo de la chica. Apoyó su pene en el culo. Abrió sus nalgas. Primero un pequeño golpe de cadera. La punta estaba metida. Pequeños movimientos. Al poco tiempo un golpe más certero. La había metido toda. Los huevos volvían a golpear con alegría. Si parecían unas putas castañuelas. Una de las manos que la mujer tenía apoyadas en la pared se fue a su propia entrepierna y mientras él le estaba taladrando el culo, ella empezó a acariciarse el clítoris. Esa imagen hizo que yo acelerara mis propios movimientos, y ellos también empezaron a acelerar. Estaban a punto de correrse y yo quería hacerlo con ellos. Ya me daba igual que se abriera la puerta de mi casa. Buscaría una excusa para la imagen que pudiera dar todo aquello.
Oí a Carlo gritar: ”voy a correrme dentro de tu culo” Ante eso, la chica empezó a empujar ella misma más rápido. Yo le di a mis movimientos la velocidad final, estaba a punto de llegar al orgasmo. Oí los gritos de Carlo cuándo él lo hizo, yo empecé a eyacular e imaginé que estaría cayendo todo a la pared. La mujer se inclinó un poco más para que mientras Carlo terminara de correrse dentro de ella y llegara a su propio orgasmo tocándose furiosamente. Y llegó. Los tres nos estábamos corriendo a la vez.
Cuando todavía yo estaba tirando las últimas balas, la chica se separó del sofá, y levantó la cabeza.
La cara de mi novia me miraba a través del agujero en casa de Carlo con una expresión de absoluta satisfacción. Y habría jurado que me estaba sonriendo.
¡Es sencillamente magnífico!
Sí que lo es
Buenisimo, que gran final y eso que me lo estropee yo mismo porque al darle a página siguiente leí sin querer parte de la última línea.Brujilla endemoniada dale la enhorabuena de mi parte a tu amigo, genial.
Anda un poco liado, pero espero que pueda pasar a comentaros por aqui
Es estupendo de verdad…..
Mil gracias a Devil_Inside por haber publicado mi relato en su blog, y por supuesto, a todos los que os habeis tomado vuestro tiempo para leerlo….
Gracias a tí!!
Es sencillamente genial, me ha encantado!! Felicitaciones al autor ;-)Cleopatra
Más vale disfrutar todos los momentos!!