La canción de The Cure, de la playlist compartida que tienen ambos, es la palabra clave que usa Fer para decirle a Layla que quiere continuar con su entrenamiento. Lo que ella cuenta aquí es lo que sucedió el segundo día.
Además de esta historia, también se habla de límites, aftercare, palabras de seguridad y la importancia de conocer bien a la persona con quien se practica BDSM.
Al día siguiente de mi primer día de entrenamiento aún me dolían los pezones, lo sentí cuando me puse el sujetador al vestirme y cada vez que hice un movimiento durante esa mañana. Mi libido todavía estaba alta, no había olvidado que no podía tocarme y menos todavía correrme, así que por la noche, cuando me metí en la cama, dejé mi mente en blanco e intenté no pensar. No tardé en dormirme, a pesar de todo.
La mañana pasó rápido, la tarde algo menos. Habíamos hablado y no me había dado instrucciones específicas, salvo estar a las siete en punto en su casa. Fui vestida como sé que le gusta, con un vestido de punto azul ajustado en el pecho y suelto por abajo, zapatos de tacón ancho, medias y lencería a juego con la ropa. Cuando llegué al descansillo de su casa, a las siete menos tres minutos y llamé, respiré satisfecha. Ya no podría decirme que había hecho mal las cosas. Me abrió la puerta, y, como me había dicho el día antes, sin que me dijera nada, cogí la bandeja de las pinzas, que estaba en el mismo sitio y me arrodillé, ofreciéndosela.
— Bien hecho —me acarició la cara, sonriéndome —Hoy voy a escoger yo —cogió un par de pinzas metálicas que no aprietan demasiado, aunque tienen un tornillo para ajustarlas más, pero son bastante llevaderas.
—Quítate el vestido y dámelo —lo hice y me quedé solo con la lencería, arrodillada delante de él —Me gusta lo que te has puesto —sonrió
Me dijo que me quitara también el sujetador. Bajó las manos hasta mis pezones, los rozó hasta que se pusieron duros y los apretó un poco con los dedos. Luego me puso las pinzas, y noté inmediatamente la reacción de mi cuerpo, como siempre. El recuerdo de la noche anterior y las propias sensaciones de ese momento hicieron que me excitara, y el ligero dolor que aún tenía, que me acabara de mojar del todo. Sigo sin comprender muy bien por qué motivo me sucede esto, lo único que sé es que sucede.
—Me encanta la cara de puta que se te pone cuando te las pongo, ¿te gusta, verdad? —me dijo, sonriendo
—Sí, Señor, mucho —le dije
—¿Te han dolido las tetas hoy?
—Un poco, Señor, pero lo he llevado bien.
—¿Y te has acordado de mí cuando te dolían?
Me quedé callada un momento. En realidad, aparte de acordarme de él, lo que recordaba era esa cara de cabrón que se le ponía mientras a mí se me caían las lágrimas y me retorcía de dolor. Y me ponía muy cachonda.
—Eh, sí, Señor, me acordaba de tí, por supuesto, de quién si no…
— ¿Y qué más? —me miró, sonriendo y frunciendo un poco el ceño. Joder, parece que me lee la mente. —Recordaba lo que pasó ayer por la tarde, Señor
—¿Y…?
—Y me ponía muy cachonda, Señor, pero no me he tocado, ni nada.
—Confío en ello —sonrió —¿Te ponías cachonda acordándote de lo que te hice ayer? —me acarició la cara
—En concreto, recordaba cuando me mirabas mientras me azotabas los pezones. Yo me estaba acordando de toda tu familia, Señor, qué razón tenías, pero, por otro lado, estaba empapada, y excitada y…
—¿Y por qué? Aparte de que te gusta que te torture las tetas, que eso es evidente, pero ¿qué más?
—Supongo que me gusta que me lo hagas tú, y hacer todo esto para tí, Señor —le dije, casi reflexionando en voz alta
—Supones —sonrió —Y anoche te quedaste sin correrte por orgullosa, ¿te acuerdas, no?
—No lo hago por joderte, Señor, de verdad que no —le dije
—Un poco sí que me jode, pero ya te saldrá. Me gusta que seas sincera, eso sí —sonrió —Yo también me he acordado de lo que pasó ayer, unas cuantas veces durante el día, aparte del puto juicio este, que me tiene loco, así que estoy un poquito tenso. Tenso, pero muy cachondo —me dijo con el tono de voz que, efectivamente, se le pone cuando está cachondo.
—¿Puedo hacer algo por ayudarte a que relajes esa tensión, Señor?
—Claro que puedes. Y te dejo que escojas la forma —me clavó la mirada.
Me estaba dando carta blanca para jugar, y decidí hacerlo. Sonreí.
—Siempre que tienes un juicio te pones tenso, Señor. Si te parece bien, te voy a desvestir y te voy a dar un masaje.
—Me parece una gran idea, rubita —sonrió
No sé cómo me aguanté las ganas que tenía de darle un empujón y tirarle sobre el sofá, ponerme sobre él y clavarme su polla. Más que nada porque sabía de sobra que él estaba deseando que hiciera lo mismo, le leo la mirada y las intenciones. Fui hacia la habitación y me siguió. Nos quedamos uno frente a otro, yo con los pezones pinzados y un calentón tremendo, y él echando fuego por los ojos, pero aparentemente tranquilo. Es un experto en hacer eso, aunque esté ardiendo por dentro tiene un autocontrol impresionante. Y me pone malísima, mirarle y saber que la chispa puede saltar en cualquier momento. Disfruté de cada segundo, me acerqué a él y le miré a los ojos mientras le deshacía el nudo de la corbata, le desabrochaba la camisa, botón a botón, y le acariciaba el pecho con las puntas de los dedos. Dios, no podía estar más guapo, ni oler mejor, casi me estaba mareando de la excitación. Continué quitándole el cinturón del pantalón despacio, jugando deliberadamente con los tiempos, con su excitación y con la mía propia. Le cogí de la mano y le empujé despacio para que se sentara en el borde de la cama y poder descalzarle, yo me arrodillé y lo fui haciendo lentamente, sin dejar de mirarle. Su polla estaba muy dura, era más que evidente. Él aprovechó para cogerme las tetas y apretármelas con las manos, haciéndome gemir de dolor, y me miró, encendido
—Me encanta lo rápido que aprendes y lo inteligente que eres, me conoces bien —me dijo, mirándome mientras sonreía.
—Un poco, Señor, sé leerte bien. Y hoy necesitas dejarte cuidar, ¿verdad?
—Sí que me conoces, sí. Pues sí, hoy necesito que me cuiden, en todos los sentidos, porque he tenido un día de mierda, la verdad.
Fui al baño y cogí un bote de aceite de almendras de la estantería. Volví al dormitorio, me puse detrás de él en la cama, y le masajeé los hombros y la espalda durante un buen rato, sintiendo las pinzas cada vez más clavadas en los pezones.
—Me daba la sensación de que había sido así. ¿Estás disfrutando ahora, Señor?
—Mucho —sonrió —y lo sabes, ¿verdad?
—Sí, Señor, lo sé y me encanta verlo —sonreí —¿Te puedes levantar para que te quite los pantalones, por favor?
Se levantó y yo me bajé de la cama, poniéndome frente a él. Me arrodillé mientras le desabrochaba el botón de los pantalones y le bajaba la cremallera, despacio, quedándome casi con su polla a la altura de la boca. Llevaba unos bóxer negros ajustados que también le quité, empapados, no sin antes recrearme acariciándole la polla, muy despacio. Le miré y sonreí, cogiendo un poco del líquido que tenía en la punta con los dedos y los lamí.
—¿Qué prefieres que haga ahora, Señor? —le pregunté, mirándole a los ojos —¿Quieres que te coma la polla, o que me la clave y te folle?
—¿Por qué elegir? Las dos cosas. Empieza comiéndome la polla como tú sabes hacerlo y mirándome a los ojos con esa cara de puta que se te pone y que me pone malo.
—Claro, Señor, como tú quieras —le cogí la polla con una mano y, mientras le miraba a los ojos, se la recorrí con la lengua, hasta llegar a la punta, y ahí me entretuve lamiéndole y haciéndole jadear y gemir. Lo hice durante un rato largo, luego me la metí en la boca entera, y él me puso la mano en la nuca, sujetándome hasta que me dijo.
—Y ahora fóllame. Clávatela y demuéstrame que no me he equivocado escogiendo.
—¿Escogiendo, Señor? —le dije, mientras él se apoyaba en unos almohadones y yo me sentaba sobre su polla
—¿Te crees que no tengo donde escoger, zorra? ¿Que eres la única a la que me follo? Demuéstrame que he elegido bien —me provocó, poniéndome las manos en las caderas, guiando mis movimientos y sin dejar de mirarme a los ojos.
—Ya sé que no soy la única a la que te follas, nunca lo fui. Pero soy la mejor —le susurré al oído —Siempre lo he sido, y por eso me sigues buscando, porque soy igual que tú, una hija de puta —le dije encendida
—Mira, en eso te doy la razón —me sonrió —y por eso te he elegido para que seas mi esclava. Que una cosa es follar y otra distinta esto.
—Para esto, como dices tú, hace falta mucho conocimiento mutuo, y no creo que lo tengas con esas petardas con las que follas —le provoqué yo ahora.
—Sabrás tú con quién follo y con quién dejo de follar…
—Ni lo sé ni me importa, Señor —le dije, sonriéndole —Yo también follo con otros.
—Ya, y yo te doy permiso para que puedas follar y correrte follando con esos otros, incluido el gilipollas con el que te casaste, que me da mucha pena —me sonrió él ahora.
—¿Pena por qué?
—A veces me dan ganas de contarle con quién está y lo que lleva encima, pobrecillo —sonrió
—A mí me dan mucha más pena esas pobres a las que te follas y se creen que son las únicas. ¿Ya les has contado ya que eres un puto sádico cabrón al que le excita el dolor ajeno? —le dije yo, cargando con toda la artillería ahora. Y como siempre que acabamos así, él sabe muy bien cómo compensar la situación.
—En eso tú eres la única que me entiende —me dijo. Y yo le sonreí mientras le decía
—Y tú me entiendes a mí, porque soy la horma de tu zapato… Señor —le dije, haciendo una pausa deliberada entre la frase y el tratamiento protocolario.
—Una hija de puta es lo que eres tú.
—A la que tú enseñaste a serlo, y como bien has dicho antes, aprendo deprisa —le dije, rápida, mientras le seguía follando.
—Yo no te enseñé nada, ya venías enseñada, y muy bien enseñada, por cierto. Síguete moviendo así, que me estás matando de gusto, hija de puta —me dijo —Te voy a entrenar así, como estás, ahora que has sacado al sádico cabrón, así que prepárate.
—No me das miedo, Señor —le reté
—Pues deberías tenerlo, porque me estoy dando miedo hasta yo de cómo me estás poniendo, joder —me dijo, con esa mirada suya. Lo malo es que si estás cachonda te va a doler menos —sonrió —y yo quiero que te duela.
—Eso es de ser muy pero que muy cabrón, ¿a todas esas con las que follas también les dices cosas así, o no lo haces para que no se te asusten, Señor? —le susurré, encendida
—Te acabas de ganar diez fustazos más, por lista —me dijo y cogió la fusta, que estaba preparada sobre la cama —Pon las manos detrás de la espalda. Hoy van a ser veinte en cada teta, más los cinco de regalo en cada una que te acabas de ganar, y no me toques los cojones y hagas que tenga que llegar a darte treinta en cada teta el segundo día, puta. Quieta ahora, no te muevas, que te voy a quitar las pinzas con la fusta, así que estate preparada.
Puse las manos en la posición que me había dicho, juntas a la espalda y empezó como el día anterior, acariciándome con la fusta, la cara, los brazos, las tetas, mirándome a los ojos, y cuando se le puso esa sonrisa que yo siempre interpreté como de excitación máxima, supe que había llegado el momento. Ahora ya sabía qué le pasaba por la cabeza cuando tenía esa expresión. A continuación sentí el golpe, seco, certero y con bastante mala hostia sobre la pinza del pezón derecho, y un dolor intenso, que me hizo gritar y doblarme sobre mí.
—Joder, Señor, joder, uf…
—Controla esa boca, rubita, o llegas a los treinta. Te voy a añadir un fustazo por cada taco que digas, y acabas de decir dos. Ya sabes que me gustan las putas elegantes —me dijo con tono duro, mientras yo recuperaba la postura y esperaba que me quitara la otra pinza de la misma forma —Voy —me avisó y volví a sentir el golpe de la fusta sobre la pinza, haciéndola volar, y a mí gritar otra vez y doblarme del dolor, esta vez solo intentando asimilarlo, concentrándome y maldiciéndole en silencio. Noté perfectamente como se le endurecía la polla dentro de mí.
—Oh, qué mirada, rubita, cómo me gusta verla —sonrió— Soy un hijo de puta, ¿verdad? Y no me lo puedes decir, porque te lo he prohibido. Sigue follándome y ve contando —me dijo, mientras hacía una pausa y me besaba.
—No me hagas eso, Señor, no me hagas contar, por favor —le dije, con lágrimas en los ojos ya.
—Solo tienes que contar, no hace falta que me lo agradezcas, pero cuenta —me miró fijamente.
Empecé a contar. Me daba los golpes más fuertes en los pezones, muy sensibles, y alguno cayó fuera, en las tetas, pero con mucha menos intensidad, para no dejarme marcas. Cuando iba por los quince en cada teta, le pedí que aflojara un poco, entre lágrimas.
—Vamos, que lo estás haciendo muy bien —me acarició las tetas despacio y me besó en los labios, mientras terminaba de darme los que quedaban, reservando el dolor final para los últimos.
Yo me rompí, y lloré, mucho. Fue liberador y al llorar me deshice de muchas emociones negativas que no sabía ni que tenía en mí. Cuando me recuperé un poco, tras acariciar y besar mis tetas muy despacio, me tumbó en la cama y volvió a penetrarme, mientras me abrazaba y me besaba lentamente. Empezó a moverse más deprisa, cada vez más, hasta que, en un momento dado, al abrazarme, me rozó los pezones con el pecho. Sentí dolor, otra vez, pero se convirtió en placer y le avisé.
—Señor, si me rozas los pezones me duelen y… y me voy a correr
—¿Me estás informando o me estás pidiendo permiso? —me dijo, serio
—Por favor, Señor, te estoy pidiendo permiso, déjame que me corra, por favor, que no aguanto, joder —grité, desesperada.
—¿Decir “déjame que me corra” es pedir permiso, puta? —me dijo, mientras me daba una bofetada fuerte que me hizo odiarle.
—No, jod…, perdón Señor, ¿puedo correrme, por favor?
—Puedes correrte, uf, joder, qué cara se te pone cuando te cabreas pero te quieres correr, siempre me ha encantado verla, qué espectáculo, yo también me voy a correr, y te voy a poner perdida de leche, ¿sabes? —me agarró fuerte mientras me tiraba del pelo, y los dos nos corríamos, casi a la vez. Yo volví a llorar, me pasa cuando estoy muy excitada, y él me lamió las lágrimas de nuevo y me besó, despacio, sin salirse de mí.
—Gracias, Señor —le susurré al oído, bajito.
—¿Gracias por qué?
—Por dejar que me corra.
—¿De quién son tus orgasmos?
—Tuyos, Señor
—¿Y de quién eres tú? —me dijo, al oído
—Tuya, Señor
—¿Te gusta darme todo esto?
—Me gusta, aunque hay cosas que me cuesta hacer, todavía.
—¿Aunque sea un sádico cabrón? —me dijo, con toda la intención
—¿Te ha molestado que te lo diga, Señor?
—Sé que soy sádico, pero es que contigo me vengo muy arriba, y me preocupa pasarme. Tú también te vienes muy arriba, y a veces no sé cómo puede acabar esto.
Me senté en la cama, me apoyé en una almohada y le miré, seria
—Fer, tú y yo nos conocemos perfectamente. No tengas miedo, si te pasas te diré la palabra de seguridad, o que pares, y estoy segura de que lo vas a hacer, porque confío a ciegas en tí. Lo hago porque quiero y lo hago contigo porque quiero también, tú me has enseñado que sentir esto no está mal, y que me deje llevar por lo que siento, ¿no? Lo que siento es que es lo que me apetece hacer en este momento, y contigo.
—No me hagas caso, anda. Ya te he dicho que he tenido un día de mierda.
—¿Y qué puedo hacer para que te sientas mejor?
—Te va a parecer una moñada, te lo advierto, pero no te confíes, que dentro de un rato se me pasará —sonrió
Me reí
—Conozco bien tus momentos moñas también, acuérdate.
—¿Cómo coño pasamos de darnos de hostias a estar así? A veces me cuesta procesarlo a mí también, rubita.
—No me digas que ahora te planteas eso, Fer, joder. Desde que nos conocemos, hemos hecho más guarradas que en una peli porno, y, que yo recuerde, después teníamos nuestros momentos moñas también.
—No me refería a eso, sino a esas veces que nos echamos cosas en cara, como hace un rato y a tantas otras que nos ha pasado lo mismo.
—¿Qué es lo que me va a parecer una moñada? —le dije, para cambiar de tema, porque no me gustaba por donde estaba yendo la conversación.
—Que ahora mismo lo que me apetece es que me abraces.
—Bueno, pero eso es normal, ¿no? Supongo que hay que hacerlo para compensar todo lo que hemos hecho. Lo que me explicaste, ¿aftercare?
—¿Y si me apetece hacerlo porque sí?
—Pues pienso que estás un poquito moñas, sí, pero no te lo puedo negar, claro —le sonreí, mientras le abrazaba —¿Por qué ha sido un día de mierda?
—Porque tengo que defender a un hijo de puta, y lo odio, sabes que es algo que llevo fatal de mi trabajo.
—Sí, es verdad, siempre te ha costado. No podías decir que no al caso, supongo, ¿no?
—Supones bien, no, no podía.
—Joder, pues lo siento, de verdad. ¿El juicio durará mucho?
—Esta semana, pero se podría alargar.
—Esperemos que no. ¿Tienes hambre? —le dije
—Un poco
—Te voy a preparar un baño, y luego la cena, ¿quieres? Y después me voy a casa —le dije
—Como sigo moñas, te voy a ordenar que duermas conmigo hoy —sonrió
—Señor, no puedo ir vestida mañana con la misma ropa a trabajar, que ya sabes lo cotillas que son mis compañeros.
—Te tienen bien calada, pedazo de zorra —se rió —Especialmente Edu.
Edu es con el que mejor me llevo de todo el departamento y el único con el que tengo amistad fuera del trabajo. Fer se llevaba bien con él cuando estábamos juntos, y muchas veces quedábamos a tomar algo o a cenar.
—Mis compañeros solo ven mi cara de buena, salvo que me toquen los ovarios. Y a Edu no le hablo de según qué cosas —le dije, sonriendo
—Pero se las imagina, seguro —sonrió él —Tranquila, mañana madrugaremos un poco más, te dejo en tu casa para que te cambies y yo me voy al juzgado temprano y así repaso la estrategia de defensa de ese hijo de puta en el bar de al lado, que hacen un café muy bueno.
Le vi una sombra en los ojos al hablar de su trabajo, y le acaricié la cara.
—Perfecto, Señor. Tranquilo, no pienses en eso ahora, y relájate. Mañana el día irá mejor, ya verás. Te voy a preparar el baño —le dije, levantándome.
Abrí el grifo de la bañera, puse el tapón y escuché caer el agua caliente, poniendo una toalla para que pudiera apoyar la cabeza. Eché gel haciendo espuma en el agua y dejé otra toalla en el radiador toallero para que estuviera caliente cuando terminara. Le avisé de que dejaba el agua abierta, mientras iba a la cocina, y encendía el altavoz inalámbrico, poniendo en mi móvil la lista de reproducción compartida que teníamos, justo en la canción que me envió el último día, “Lullaby”, aquella asfixiante nana en cuyo videoclip se veía al cantante de The Cure, Robert Smith, atrapado entre arañas, acompañado del ritmo lento y cadencioso de la melodía.