Para no olvidar

Obviamente, está dedicado al protagonista de la historia. Gracias por salvarme de aquellas horribles tardes murcianas 😉

(..) De un tiempo perdido, a esta parte esta noche ha venido
un recuerdo encontrado para quedarse conmigo.
De un tiempo lejano, a esta parte ha venido esta noche
otro recuerdo prohibido, olvidado en el olvido (…)

Calor. Hacía mucho calor, como cantaban Los Rodríguez en aquella canción. Era una tarde más de aquellas de verano que yo trataba de pasar como podía y tú también. Yo en la casa de la playa de mis suegros y tú en la de tus padres.

Las casas eran los típicos adosados, pared con pared unos con otros, y la relación que se estableció entre todos, asfixiante, aunque esto solo parecía notarlo yo. A la derecha de la casa de mi suegro estaba situada la de su hermana, a la izquierda la de tus padres, vecinos en Madrid de esta última, y algunos cientos de metros más allá, la del otro hermano. Las visitas se sucedían sin parar de unas casas a otras, continuamente, en la playa, después de comer, los familiares y allegados pasaban una y otra vez. Yo trataba de refugiarme en mis lecturas y en la planta de arriba de la casa, el único espacio donde tenía un poco de intimidad dentro de aquella locura.

Así eran todos los veranos desde aquel en que mis suegros, y por consiguiente, nosotros, fuimos por primera vez a aquella casa en la costa murciana. Todos eran igual, pocas variaciones había, hasta que aquel verano apareciste tú.

No eras un chico guapo, ni mucho menos. Eras muy joven, unos 17, a punto de cumplir la mayoría de edad. Yo tenía 24, la diferencia no era demasiada, pero te daba mil vueltas. No me llamaste la atención nada más verte, ni nada por el estilo, te recuerdo porque aquel verano fue muy divertido para mí: en medio de aquel tedio fuiste como un oasis y también porque fue una de las primeras veces que experimenté lo que es, literalmente, jugar a hacer lo que te da la gana con alguien. El poder.

Te gustaban mucho Los Rodríguez. A mí también, y eso fue un punto de conexión inmediato entre nosotros. A veces nos pasábamos las tardes escuchando sus canciones, así pasaban más rápido. No creas que no advertí en seguida las miradas de rendición total que me dedicabas en general, y al escote en particular, o directamente a las tetas, cuando creías que no te veía. De hecho, el día que me di cuenta de ello fue el de tu perdición. Supe que eras mío, y que podría hacer contigo lo que quisiera. No te puedes ni imaginar lo cachonda que me puso sentirlo. A veces subía a mi refugio tan mojada que me tenía que aliviar, y desde luego, no pensaba ni en tu polla, ni en que me follabas, ni en nada de eso. No. Pensaba en esa mirada rendida de admiración y en todas las posibilidades que se me abrían por delante.

Lo cierto es que nunca pensé en llevarlo más allá. No había muchas oportunidades de escaparse de tanta gente, por lo que las tardes se sucedían, una tras otra, con tus miradas rendidas, los de Calamaro sonando, y una complicidad especial entre nosotros, yo te sonreía a veces, y entonces podía notar casi como se te ponía dura. Pero el destino es caprichoso, y una tarde sucedió el milagro. Nos quedamos allí los dos, tú estudiando, y yo leyendo, cada uno en el patio de su casa.

– ¿No te vienes? – me dijo mi suegra
– No, luego nos vemos en el paseo
– Vale, pues hasta luego entonces.

Y se fueron, ellos, mi pareja, tus padres, los cuñados… Como por arte de magia, se esfumaron, y nosotros nos quedamos allí, sabiendo que estábamos solos, y, durante unos segundos, casi sin podérnoslo creer. Sabía que tendría que dar el primer paso, así que dejé mi libro en la mesa, sonreí, y empujé la puerta de la verja de la casa, avancé los dos pasos que nos separaban por la calle y me quedé un momento en la puerta.

Tú estabas en el porche de la casa, tras la mesa, vestido solo con un bañador. Sonaba «Para no olvidar”. Yo llevaba un vestido de verano azul marino con flores blancas, que se abrochaba con botones grandes por delante, la parte de abajo de un bikini y unas sandalias, con el pelo cayendo suelto ondulado, cubriendo los hombros hasta casi llegar al pecho. La cara que pusiste cuando me viste en la puerta, esa sí que fue para no olvidar. Sonreí y fui hacia donde estabas. Por fin iba a por mi presa.

– Hola, ¿qué haces? – dije, acercándome poco a poco a donde estabas hasta quedar más o menos a un metro.
– Estaba estudiando.
– ¿Con qué estás? Si quieres te ayudo – ya lo había hecho otras veces, especialmente, el análisis sintáctico y la historia se te daban fatal.
– Llevo un buen rato, así que lo voy a dejar, estoy cansado
– Sí, y el calor que hace no ayuda – te miré directamente a los ojos
– ¿No has ido a las huertas? – era donde habían ido todos, a por fruta y verdura, a no sé qué pueblo de los alrededores.
– No, no me apetecía.

No había mucho tiempo. Lo peor, o lo mejor, según se mire, es que no sabíamos cuánto. La tensión sexual que había entre nosotros casi se podía cortar. Así que tomé el mando de la situación. Me acerqué más aún, de forma que tú, sentado, me veías por encima de ti. Estabas algo separado de la mesa y, echando una rápida mirada a tu entrepierna, vi que estabas tan empalmado como cabría esperar en un chaval de tu edad con las hormonas descontroladas. Y por si fuera poco, con su objeto de deseo a escasos centímetros, pero sin saber muy bien qué hacer. La vergüenza, la poca experiencia, el no saber si alguien podría aparecer formaron un cóctel que te dejó paralizado en el sitio, y a mi me dio una fuerza de la que aún me sorprendo. A mis 24 años no era lo que se dice especialmente lanzada. Pero esa tarde no era yo, y jamás había sentido algo parecido. Estabas deseando que tomara la iniciativa y te dijera qué tenías que hacer, no lo dijiste, pero tu mirada me lo confirmó. Y lo hice.

– Ven – te dije sin quitarte la mirada de encima
– ¿Dónde?
– Donde podamos estar solos, sin que nadie nos moleste

Ahí tus pupilas se hicieron enormes, de puro miedo. Y yo noté como me empapaba mientras pensaba “no puedes estar excitándote por esto, no puedes sentir que quieres hacerle esas cosas…” La misma vocecita que siempre me atormentaba cuando me excitaba viendo o imaginando algo que quedaba fuera de lo convencional. No querías levantarte porque te daba vergüenza que viera que estabas empalmadísimo y con el bañador era imposible de disimular. De hecho, estabas rojo como un tomate.

– ¿Qué pasa? ¿Te da miedo?
– Yo… – no podías ni hablar
– Levántate y haz lo que te digo. No hay mucho tiempo – mi tono de voz era duro, autoritario.

Ni yo misma me reconocía, ni quise pensar en el torrente que empapaba desde hacía rato mi bikini, pero que ahora casi se deslizaba por mi muslo.

Te levantaste, dejando a la vista algo muy prometedor, y me llevaste dentro de la casa. Como todas eran iguales, también tenía un refugio como el mío en la planta superior, así que subimos allí. Hacia un calor asfixiante, y arriba más aún. En la habitación había dos camas pequeñas, cubiertas con unas colchas  espantosas y una mesita de pino rústico entre ellas, igualmente horrorosa, donde reposaba una lámpara barata aún más fea, si eso era posible.

– Así que te gusto – te solté, a bocajarro
– Eh… – seguías sin poder articular palabra
– Ya veo que sí, no lo puedes disimular. Pero ¿no te has parado a pensar en lo que pasaría si alguien se da cuenta de que te gusto? ¿En la que se liaría?
– S-s-sí – balbuceaste.

Y entonces ocurrió. Vi una lágrima a punto de caer por tu cara, lo que definitivamente fue tu perdición. Lo que años después he acabado identificando  como el subidón, esa sensación cuando crees que perderás el control de tanta excitación, pero no lo haces, apareció. Me acerqué a ti, y de un empujón, te tiré sobre la cama, quedándote sentado en ella, y te crucé la cara de un bofetón, fuerte, seco, súbito.

– Eso para que aprendas a controlar tus impulsos – te dije, susurrando – Y esta – volví a golpearte por el otro lado con la otra mano – por provocarme cosas que no puedo controlar. Esto – me subí un poco el vestido, dejándote ver mis muslos empapados – es culpa tuya. ¿Lo entiendes? ¡Tuya! ¡Tendrás que encargarte de arreglarlo! – te abrasé con la mirada
– ¿Qué quieres que haga? – me dijiste, temblando

Aflojé un poco la actitud y el tono. Me acerqué y te cogí las manos, poniéndolas en mis caderas, dejando que las deslizaras un poco más abajo. Tú seguías sentado en la cama, y yo estaba de pie frente a ti. La sensación de poder era increíble, sentí que podría correrme casi sin necesidad de tocarme, pero por si acaso, te usé para darme placer.

– Supongo que nunca habrás hecho esto antes, ¿verdad? Comerle el coño a una mujer
– No – me miraste aún asustado, pero con un brillo de excitación que no dejaba lugar a dudas.
– Todo lo que hay ahí es culpa tuya. Así que quiero que lo limpies y que hagas que me corra. Saca la lengua y lame aquí – señalé el lugar exacto- alrededor, hasta que yo te diga.
– Me da asco

Volví a darte otro bofetón.

– Tu polla – te la rocé con la palma de la mano por encima del bañador-  no dice que te de asco. Así que cállate y haz lo que te digo. Abre la boca.

Empezaste a mover la lengua despacio, con curiosidad. Al principio lo hacías de manera torpe, explorando. Te mojé la cara, y, sorprendentemente para mí, no hizo falta mucho tiempo para terminar corriéndome en tu boca.

– Ya no me da asco – me dijiste, ahora sonriendo.

Yo me recompuse, mientras me reía.

– Pues claro, no seas remilgado. Antes de bajar tendremos que hacer algo con eso – señalé a tu polla, que apuntaba al cielo, bendita juventud –
– Nunca he follado con nadie – advertiste
– No hace falta que lo jures – reí – y de momento va a seguir siendo así. No seré yo quien te desvirgue.
– ¿No? – me dijiste, asombrado
– No. Vas a quitarte el pantalón y te vas a hacer una paja, aquí, delante de mi
– Me da vergüenza hacer eso
– No me jodas… ¿hacerte la paja, o hacerlo delante de mi?
– Delante de ti
– Venga ya, si no quieres que te de otra hostia, hazlo ya.
– Pégame
– ¿Cómo? – ahora la que estaba perpleja era yo
– Pégame, me gusta

No me lo podía creer. Otra vez el subidón venía y la excitación intensa me poseía.

– ¿Te gusta que te pegue?
– Sí…
– ¿Y cómo se piden las cosas?
– Por favor. Pégame otra vez

Te di dos bofetadas, aún más fuertes que las anteriores, tanto que la cara se te quedó enrojecida y caliente, y entonces, pasó. Te llevaste la mano a la polla, pero fue demasiado tarde. Te corriste, sin ni siquiera quitarte los pantalones, sin apenas rozarte.

– Gracias – susurraste
– Te quiero ver en cinco minutos abajo. No sea que venga alguien y nos eche de menos. Con todo eso limpio – señalé a tu polla- Repasaremos la Revolución Industrial y la Primera Guerra Mundial.
– Vale – respondiste, sin añadir nada más

Me acababas de entregar el poder, y yo lo tomé, lo usé y te usé a mi antojo. Fue un final de verano memorable. Para no olvidar.

2 comentarios en “Para no olvidar

  1. Gracias por este relato, mientras lo leía se me han disparado las pulsaciones, y me he excitado mucho,por un momento me he visto en ese color asfixiante , delante de ti. Gracias

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