Teardrop (día 1)

Layla se queda sola durante una semana, y Fer, con quien está en periodo de adaptación a la sumisión, dentro de su peculiar relación, le dice que la entrenará durante esos días, sin decirle en qué ni el motivo. En este relato, ella cuenta lo que sucedió el primer día de esa semana de entrenamiento. Y además, se habla sobre prácticas D/s y SM.

Parece que me ha llegado un mensaje de Fer. Y dice:

«Teardrop»

Tenemos una lista de reproducción compartida en Spotify. Cuando me manda el título de alguna de las canciones que hay en ella, quiere decir que entramos en el juego de dominación/sumisión. Esta, de Massive Attack, era la segunda.

Mañana, después de tu última clase, te quiero en mi casa, a las siete. Falda negra, medias, una blusa blanca de seda, sin ropa interior, el pelo suelto y los tacones más altos que tengas. Si quieres ir así a clase a ponérsela dura a tus alumnos lo puedes hacer. Ni te molestes en decirme que no puedes, sé que el gilipollas se va toda la semana a California, lo he leído en el periódico. Así que, hasta que vuelva, vas a venir a la misma hora todos los días. Tenemos que empezar tu entrenamiento

***

Maldita sea su estampa. Menos mal que ahora mismo sí que llevo ropa interior, aunque me la voy a tener que cambiar. Respondo con un icono, diciéndole que iré, y empiezo a pensar en qué será eso del “entrenamiento”. Después del fin de semana del campo estuvimos algunos días probando cosas, y un día me dijo que creía que ya estaba preparada para algo más. Yo estaba cada vez más intrigada. ¿Algo más? No sé muy bien a qué se refiere. He estado pensando y de verdad que no tengo ni la más remota idea. Por cierto, que tengo que ir a comprarme una blusa como la que me ha pedido que me ponga, porque no tengo ninguna así. Iré esta tarde antes de ir a su casa, tengo un par de horas libres después de mi última clase del día.

***

Al día siguiente, tras comprar la blusa, me cambié de ropa y me arreglé en el baño de una cafetería. Luego cogí un taxi y fui a su casa. La puerta del portal estaba abierta, subí en el ascensor contando los pisos, uno, dos, tres, notando mi respiración entrecortada y el corazón desbocado, como en el comienzo de la canción de Massive Attack que había elegido, y que no había dejado de sonar en mi cabeza desde que me la mandó. Es una sensación que ya he tenido otras veces antes, pero ahora ligeramente distinta. Incertidumbre, nerviosismo, punzadas en el estómago, excitación. Ganas de entrar ya y saber lo que había pensado para mí. El ascensor por fin llegó a su piso, yo abrí la puerta y llamé a su casa. Eran las siete y cinco.

—¿Y el motivo de que te hayas retrasado es…? —me dijo
—No hay ningún motivo justificado, lo siento —le respondí, mirándole a los ojos.

Pensé en cuántas veces había hecho yo la misma pregunta a mis alumnos, y preferí no dar excusas. Estaba muy guapo. Llevaba un pantalón negro de traje, una camisa blanca y un chaleco negro también, barba de un día y su perilla habitual.

—¿A qué hora te dije que tenías que venir? —me preguntó, acercándose a mí y tirándome del pelo, de repente, haciéndome echar la cabeza hacia atrás
—A las siete, Señor
—¿Y qué hora es?
—Las siete y siete minutos, Señor —le dije, mirándome el reloj
—Si no contamos los dos minutos que llevas aquí, cinco minutos de retraso. Cinco minutos pueden ser muy largos —sonrió. Luego, sin soltarme el pelo, me besó y yo me excité, como siempre, sin poder evitarlo —De rodillas —me dijo. Este tipo de cosas aún me cuestan y sigo queriendo matarle cuando me las dice. Pero mis rodillas obedecieron, mucho mejor que mi cerebro, y lo hice, poniéndome cerca de él.
—Mírame —me dijo —¿qué piensas?
—Que cuando me haces hacer estas cosas, te odio.

Me dio una bofetada, de intensidad media. Mantuve la mirada en el suelo, le odié aún más y aguanté como pude las lágrimas y las ganas de cagarme en sus muertos. Mis muslos estaban empapados, como siempre que estoy con él.

—Así me gusta —sonrió, mientras se agachaba un momento y me besaba —Me encanta que me odies, me pone muy cachondo que me odies, y que me lo digas, más. ¿A que ahora me odias más?
—Ni te lo imaginas… Señor.
—Me lo imagino muy bien, porque te conozco perfectamente, rubita. Por eso lo estoy haciendo. Te estoy poniendo a prueba —sonrió
—¿Mi entrenamiento consiste en que me putees, Señor?

Se echó a reír

—No, tu entrenamiento va a consistir en otra cosa. Quiero que te vayas acostumbrando al dolor, y lo quiero hacer poco a poco. Lo del puteo va de regalo, anda, levántate y ven aquí —sonrió

Me levanté y me acerqué a él, sin saber qué tenía que hacer. Me besó, un beso largo y con ganas, al que yo respondí también con ganas, aunque controlando, porque ya me había llevado alguna por adelantarme, o por demostrar excesivo entusiasmo, según él.

—Tenía muchas ganas de tenerte, ¿sabes? ¿Y tú de venir? —me dijo
—Muchas, Señor, ya lo sabes —respondí
—No, no lo sé, por eso te lo pregunto, porque quiero saberlo. No presupongas cosas, puta —me tiró del pelo
—Sí Señor, entendido. Tenía tantas ganas de verte como siempre —le sonreí
—¿Y por qué no me has dicho que el imbécil se iba de viaje toda la semana? Lo he tenido que saber yo. Tantas ganas no tendrías.
—Señor, no me ha dado tiempo a decírtelo. Te me has adelantado.
—Espero que me estés diciendo la verdad, porque como descubra que no, te vas a enterar.
—No te miento, Señor, joder.
—Esa boca, rubita
—Perdón, Señor

Una de las órdenes que tengo es la de hablar bien y sin decir tacos.

—Bueno, vamos a empezar. Voy a entrenar tu resistencia al dolor en las tetas. Ve a la mesita de la entrada y tráeme la bandeja que hay ahí, de rodillas. Esto lo vas a hacer durante toda la semana, nada más entrar, sin que te diga nada. Desabróchate la blusa.

Lo hice, aunque las manos me temblaban un poco. La blusa quedó abierta, mostrando en parte mis tetas, los pezones estaban duros, como esperando a lo que él quería hacerles. En la bandeja había varios tipos de pinzas, que yo ya había probado. Me gusta que me las ponga, pero no aguanto mucho tiempo con ellas puestas, supuse que esto era lo que quería entrenar.

—Coge, sin mirar, unas pinzas y dámelas, pónmelas en la mano.

Puse la mano en la bandeja y cogí una, tenía forma redonda, el pezón quedaba aprisionado entre cuatro tornillos. Parece que no duelen mucho, pero si se llevan durante un tiempo, acaban haciéndolo. Se la di, y él cogió la otra de la bandeja.

—Te las voy a poner, luego me vas a servir una copa de vino y a hacerme la cena, y yo mientras voy a hablar con dos testigos, para un juicio que tengo mañana. Cuando vengas mañana haremos igual, tú cogerás unas pinzas al azar, te las pondré, y estarás un tiempo con ellas puestas, depende de cuáles te hayan tocado. Si no las aguantas, me lo dices, ¿entendido?
—Sí, Señor. ¿Qué te apetece cenar?
—Conoces mis gustos, así que lo dejo a tu elección, seguro que aciertas —sonrió —Haz también para ti.

Me puso las pinzas. Las apretó, aunque me dio la sensación de que no lo hacía a tope, y noté como mordían mis pezones, y como siempre que me las ponía, desde que lo hizo por primera vez, me encantó y me excitó, estaba mojadísima. Me dejó la blusa abierta, luego me rozó los pezones a través de la tela de la blusa, los golpeó un poco con los dedos, y, al ver mi cara, me dijo.

—¿Te estás poniendo cachonda, puta?
—Señor, sabes que me encanta que me hagas esto en los pezones.
—¿Cuántas veces te tengo que decir que cuando te hago una pregunta quiero que me respondas? —me dijo, dándome un golpecito con los dedos en los dos pezones a la vez, haciéndome dar un bote y un pequeño quejido
—Sí, Señor, estoy muy mojada, y me estoy poniendo muy cachonda.

Sonrió

—Muy bien, así me gusta. La polla me acaba de dar un salto cuando te he oído quejarte, ¿sabes? Ya te dije el otro día que me pone mucho ver tu dolor, y por eso quiero entrenarte, para que me des más, todo el que puedas.
—Me sigo asustando cuando me dices eso, Señor, me cuesta un poco ver esa cara tuya que no conocía —le dije
—Yo soy el mismo de siempre, rubita. Siempre me ha excitado, y siempre hemos hecho cosas parecidas, ahora hemos dado un paso más. ¿O no me ha gustado siempre follarte el culo sin preparártelo demasiado? —me dijo, y tuve que darle la razón, en mi interior —¿Cómo llevas las pinzas?
—Bien, Señor, aguanto bien con ellas.
—Perfecto. Tráeme una copa, anda, de vino tinto.

Se la llevé, me arrodillé y volví a levantarme para ir a la cocina a preparar la cena. Saqué verduras de la nevera para hacerlas al horno y varias cosas más, mientras notaba como los pezones me rozaban contra la suave tela de la blusa, y las pinzas seguían mordiéndolos, implacables, sin tregua. El dolor era moderado, y yo estaba aprendiendo a canalizarlo y convertirlo en placer, en los pezones me costaba menos que en otras partes del cuerpo. Llevaba un rato en la cocina, cuando le escuché venir, por detrás de mí, meterme mano por dentro de la blusa y apretarme las tetas, de repente. Me atrajo hacia su cuerpo, para notar mejor mi reacción, de puro dolor, pegándome a él, y yo sentí su polla, durísima, contra mí. Como seguía hablando por teléfono con uno de sus testigos para el juicio, yo no podía hacer ruido, ni decir nada. Con gestos, me ordenó que me quitara la blusa, y yo lo hice, la dejé encima de una mesa, y él, sin soltar el teléfono, hizo que me apoyara con las tetas aplastadas contra la encimera, mientras yo aguantaba las ganas de gritar a duras penas. Me cogió por el pelo y me levantó, mientras me daba la blusa, diciéndome, con un gesto, que me la volviera a poner, y volvía a irse al salón, dejándome allí, con mi dolor y las piernas chorreando. A veces todavía me cuesta procesar que mi cuerpo responda así.

Respiré profundamente y seguí a lo mío, procuré concentrarme en lo que hacía. Dejé las verduras en el horno, y él volvió a la cocina, seguía hablando por teléfono. Me apretó a tope las pinzas y yo me mordí los labios, me dolía, pero quería darle más. Él me sonrió y, mientras escuchaba lo que le decía la persona con quien hablaba, me lamió un poco uno de los pezones, mientras le daba golpecitos al otro con los dedos. Me hizo una seña para que me arrodillara y le comiera la polla, esto ya lo he hecho muchísimas veces, y es impresionante el aguante que tiene, el muy cabrón, para no inmutarse, a pesar de tener una sensibilidad extrema en el glande. Con gestos me indicó que quería que fuera despacio y lo hice, le lamí con calma, hasta que escuché que colgaba el teléfono.

—Puedes parar —me dijo, y yo lo hice, y me quedé esperando la siguiente orden —Levántate —me ordenó. Luego me rozó los pezones con los dedos, despacio —¿cómo vas? No quiero que aguantes por aguantar, ¿vale? Si te duelen mucho dímelo, no te hagas la valiente.
—Me duelen, pero cada vez que me las tocas así, despacio, me mojo más y si me tocaras me correría en un segundo, Señor —le dije
—Está bien saberlo —sonrió —aunque supondrás que eso no es lo que va a pasar, ¿verdad?
—No, claro, Señor, aquí he venido a entrenarme.
—Aquí has venido a complacerme, pedazo de puta. Si quiero que te corras, lo harás porque yo quiera verte.
—Por supuesto, Señor… ¿puedo ir a ver lo que hay en el horno?
—Ve

Las verduras estaban ya, así que lo apagué y le dije que la cena ya estaba. Él me quitó las pinzas despacio y yo me aguanté las ganas de gritar, pero noté cómo me palpitaba el coño. Tuve que avisarle.

—S..señor, me duelen mucho, pero noto como si me fuera a correr, uf…
—Anda, córrete, que has aguantado bien —sonrió —si quieres, te puedes correr

En ese momento, cuando ya se estaba pasando el dolor agudo y la sangre volvía a circular, se me pasó la sensación.

—Se me ha pasado, Señor.
—Vaya, qué putada —sonrió, mientras me retorcía un poco los pezones, haciéndome gritar —Sirve la cena, anda.

Lo hice, puse la mesa y llevé los platos. El dolor se iba yendo y me daba pequeños pinchazos en los pezones, los notaba hinchados y muy sensibles. Cuando terminamos de cenar, yo recogí la mesa y metí los platos sucios en el lavavajillas, y volví con él al salón. Sin que me dijera nada, me arrodillé delante de él, le miré y esperé a que me dijera qué hacer.

—Ven aquí —me dijo, haciéndome un gesto para que fuera hacia él —tráeme la bandeja de las pinzas, te puedes levantar, y cuando vengas te vuelves a arrodillar —me ordenó.
—Lo que viene ahora hará que quieras cagarte en mis muertos, y me odies mucho rubita. ¿Estás preparada?—me acarició la cara con suavidad y me besó en los labios.

Me asusté un poco, aunque también me excité, tengo que reconocerlo.

—No lo sé, Señor. ¿Qué me vas a hacer?
—Te voy a poner las pinzas que más duelen, estas —las cogió con la mano de la bandeja y me rozó las tetas con ellas. No será mucho tiempo, el suficiente para que se te vuelvan a sensibilizar, más todo lo que llevas ya. Y luego te voy a azotar los pezones, hoy vamos a empezar con 10 fustazos, e iremos subiendo.
—Joder, Señor, ¿no pueden ser menos? Que es el primer día…
—Eh, esa boca. No, no pueden ser menos, y estás preparada.
—¿Y si piensas que estoy preparada, para qué me preguntas, Señor?

Se echó a reír.

—Porque no sabes lo cachondo que me pone verte esa carita de susto cuando te digo cosas así —sonrió
—¿Es un farol, Señor? —le dije
—¿Cuándo he ido yo de farol, rubita?
—Pocas veces, Señor, cierto —le dije
—Te voy a poner esto —me enseñó las pinzas japonesas —y las vas a tener el tiempo que había pensado… más los cinco minutos que te has retrasado.
—Qué hijo de puta eres, Señor —le dije, sin poder contenerme
—Te dejo que lo digas, porque tienes toda la razón —me dijo en voz baja, mientras me besaba en los labios. Luego me puso la primera pinza, mientras yo veía las estrellas y después la otra. Me dolían, mucho, y me costaba aguantar. Empecé a notar cómo se me agolpaban lágrimas y respiré profundo, intentando convertir el dolor en placer, cosa que estaba aprendiendo a hacer. Su mirada era pura excitación, cogió la cadenita de las pinzas con la mano, y yo aire, por si se le ocurría tirar. Sus ojos me indicaban que se le estaban ocurriendo muchas cosas, pero solo se limitó a tirar muy despacio, mientras me decía, mirándose el reloj.

—Llevas tres minutos, ¿quieres saber cuántos más te quedan?

Esa era una muy buena pregunta. Y la respuesta no era nada fácil, por un lado quería saber, y por otro, no.

—No lo sé, Señor
—¿Te ayudo a pensar? —tiró más, y de repente, de la cadenita, haciéndome dar un grito.
—Joder —dije, intentando mantenerme en la postura
—¿Te añado un fustazo más en cada teta, por malhablada?
—No, por favor, Señor, ¿cuánto tiempo me queda?

Sonrió.

—Cinco minutos. ¿Aguantas?

Me conoce perfectamente, el muy hijo de puta, y sabe que no me puedo resistir a un reto.

—No te hagas la valiente, ¿te las quito?

Pensé rápidamente y tomé una buena decisión, creo. Además, yo también le conozco muy bien, sé cómo funciona su mente.

—Por favor, Señor. Mañana llegaré a la hora, sin retrasarme.

Sonrió, mientras ponía las manos sobre las pinzas, y me decía

—Prepárate, ¿vale?

Abrió la pinza del pezón izquierdo, lentamente, yo grité y se me cayeron las lágrimas, ya no lo podía evitar, y además, me daba igual. Luego abrió la otra pinza y grité más, me agarré a su pierna. Me puso las palmas de las manos sobre las tetas, sin moverlas. Estuvo así hasta que se me pasó un poco el dolor agudo, luego me miró y me ayudó a levantarme. Me llevó de la mano a la cama, y me ayudó a quitarme la blusa y a tumbarme. Antes de coger la fusta, que estaba preparada allí, y sentarse a mi lado en la cama me volvió a acariciar despacio y a mirarme.

—Lo estás haciendo muy bien, mejor de lo que esperaba —me sonrió
—No he aguantado los diez minutos —me jode mucho no ser capaz de hacer algo
—No te ralles con eso, doña perfeccionista. ¿Preparada? Intenta dejar los brazos pegados al cuerpo, relájate.

Respiré profundamente.

—Preparada, Señor

El primer fustazo me vino por sorpresa, porque primero me acarició los pezones con la fusta, así que, cuando me llegó el primero en la teta izquierda, sin esperarlo para nada, lo noté como un picotazo fuerte, que me hizo dar un grito y moverme. Me ayudó a recuperar la postura, mientras notaba el pezón ardiendo.

—¿Serán todos así, Señor?
—Sí, o parecidos —me dijo, mientras me miraba con las pupilas dilatadas por la excitación

El siguiente fustazo cayó en el otro pezón, igual de fuerte, y yo, como me había adelantado, le estaba maldiciendo.

—¿Sigo? ¿O paro?
—Sigue
—¿Seguro?
—Sí, seguro

Llegó a darme los cinco fustazos anunciados en cada pezón, diez en total. Cuando terminó yo me sentía satisfecha por haber llegado, y, aunque los tenía muy doloridos, estaba completamente empapada. Le pedí permiso para correrme.

—No, no puedes, quiero que entrenes eso también.
—No puede ser que seas tan cabrón, Señor…
—Parece que no me conozcas, rubita —sonrió.

Me ordenó que me levantara, trajo gel de aloe vera y me masajeó las tetas. Le tuve que decir que lo hiciera despacio, porque empecé a notar otra vez esa sensación de tener el coño palpitando y que me corría.

—Estoy teniendo otra vez la misma sensación que antes, Señor, como si fuera a correrme.
—Ni se te ocurra —me dijo, serio
—No puedo evitarlo, es involuntario
—Vale, pero tendrás que decirme lo que eres
—¿Lo que soy?
—Lo que eres, sí, ¿tú qué eres? —me dijo, mirándome

Noté las contracciones del orgasmo que me venían, sin hacer nada, y sin rozarme. Estaba alucinada con lo que sentía. Pero me cuesta mucho humillarme para él, y sabía perfectamente que quería escucharme humillándome. Así que aguanté, cerrando las piernas y respirando profundamente.

—Venga, dime lo que eres para mí
—No puedo hacerlo, Señor, lo sabes de sobra.
—Podrás, puta orgullosa, podrás, conseguiré que te salga —me susurró al oído. Ahora vístete, y vete a casa, que mañana hay que madrugar. Ni se te ocurra tocarte, ¿me oyes? Mañana seguimos.

Me vestí y me fui a casa, bajé a la calle a coger un taxi, y no pasaba ninguno, con mi calentón y las tetas doloridas. Cada vez que me rozaba la blusa, me acordaba de él, recordaba la cara con la que me miraba cuando me retorcía de dolor delante de él y tuve que reconocer que a mí también me gustaba sentir esa mirada y que me ponía muy cachonda. Intenté dejar de pensar en ello, no podía tocarme ni correrme, así que decidí pensar en algo que alejara mi mente de él y lo que acababa de pasar. Pero claro, aquello no iba a quedar así, no por su parte, por supuesto. A los pocos minutos, me llegó un mensaje, una foto, donde se veía la mano de Fer con la corrida resultante de la paja que se acababa de hacer, acompañado de la siguiente frase:

Fer —Si subes a lamerla y me dices lo que eres, te dejo correrte…

De verdad que muchas veces le mataría, y en ese momento tuve ganas de hacerlo, mis pies querían moverse para subir a su casa y obedecerle, pero esta vez ganó la parte racional de mi cerebro.

Yo —Buenas noches, que duermas bien, Señor
Fer —»Lullaby«. 
Yo —Muy adecuada 🙂 —le dije yo, haciendo referencia a la canción de la lista que había elegido como palabra clave para hacerme saber que quería que continuara el juego entre nosotros.
Fer —Por eso la he elegido 🙂 Mañana a las siete, y, si sabes lo que te conviene, procura venir puntual.   

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